LEYENDAS POPULARES DE CHILE "LA CIUDAD DE LOS CÉSARES"

31.05.2014 18:36
 
La ciudad de los césares 
 
Autor: Manuel Rojas
HACE muchos años, más de trescientos, una armada 
española compuesta de cuatro naves tripuladas por 
individuos que 
pretendían conquistar lo que había sobrado de continente”, 
es decir, la Patagonia y el Estrecho, embocaba, un día del 
mes de enero, el Cabo de las Vírgenes. Días después un 
espantoso temporal hizo varar dos naves en la costa: la 
capitana y otra. 
 
Los esfuerzos hechos por las restantes para 
salvar a los náufragos resultaron vanos, e impulsadas por 
los vientos y las corrientes contrarias desaparecieron sin 
que se sepa hasta hoy la suerte corrida por ellas. Los 
náufragos, cerca de trescientos: hombres, mujeres y niños, 
lograron saltar a tierra, y allí, rodeados de indios y con el corazón
en la boca, esperaron durante muchos días el regreso de 
las naves. Inútil espera. Por fin, juzgándose abandonados a 
su suerte, y viendo que nada sacarían con estar allí 
lamentándose, opinaron que lo mejor era procurar alivio a 
su situación en la forma que los medios y los indios lo 
permitieran. Sacaron de las naves lo que pudieron, que no 
era poco, pues venían cargadas de todo lo necesario para 
colonizar, y se internaron en la tierra. Allá fueron los 
indios tras ellos. 
Poco a poco se estableció entre ellos la amistad, 
sentimiento que, si en ocasiones fue turbado por algunas  
 
riñas y tal cual asesinato, se hizo más sólido a medida que 
los españoles deponían su soberbia y los indios su 
rapacidad... Vivieron así un tiempo, cerca del mar, con la 
esperanza, los españoles, de que más tarde o más 
temprano serian buscados y hallados por sus compañeros 
de expedición o por otros enviados en su auxilio. Pero 
como esto no había sucedido en mucho tiempo, decidieron 
marchar tierra adentro en busca de alguna ciudad habitada 
por españoles. Con ellos se fueron muchos indios... Se 
organizó así un pueblo errante que por muchos días vagó 
de acá para allá y de allá para acá, en busca de una ciudad 
habitada por blancos. Esa ciudad no fue encontrada nunca. 
Así pasó el tiempo... El diario vivir, la lucha en común por 
la existencia, la unión que mantenían para defenderse de 
los ataques de los indios bravos y de los más terribles de 
una naturaleza que desconocían, desarrolló entre indios y 
españoles el sentido de la fraternidad, y los españoles no 
pensaron ya en separarse de los indios. Antes bien, 
decidieron buscar una región propicia para fundar un 
pueblo. La hallaron. Y hace, como queda dicho, más de 
trescientos años, en un valle abrigado de los vientos y con 
buenas aguas, Fray Francisco de la Rivera, comendador de 
Burgos y jefe de aquel pueblo errante, fundó, con el 
nombre de “Ciudad de los Españoles Perdidos”, la actual 
“Ciudad de los Césares”. 
 
 
 
 
La Ciudad de los Césares 
CERCA DE aquel valle vivían unos indios llamados 
chíchares, tribu reducida y muy mansa, que existía de la 
caza y que muy rara vez llegaba hasta el mar en sus 
correrías. Eran muy altos, enormes, tanto que, según la 
tradición, no pudieron montar nunca los caballos que 
traían los españoles. Esos indios fueron absorbidos por los 
patagones. Además de los chíchares moraba, a la entrada 
de otro valle más alto, otra tribu de indios, mansos 
también y muy andariegos, que fueron los que 
comunicaron a los aventureros blancos que vagaban por la 
costa la primera noticia de la existencia de la ciudad de los 
chíchares, o césares, como entendieron los noticiados, 
nombre que al fin ha prevalecido. 
En poco tiempo, y ayudados por los indios, los españoles, 
entre los cuales venían individuos que poseían uno o 
varios oficios —no olvidemos que venían a conquistar y 
colonizar—, levantaron las 
primeras casas, abrieron los primeros surcos y sembraron 
y plantaron las primeras semillas y árboles. Traían 
numerosos animales domésticos y gran cantidad de 
herramientas. La tierra era buena, y el clima, como no 
podían elegir, les resultó, si no paradisíaco, bastante 
soportable. La ciudad creció a ojos vistas y al cabo de 
unos años de intenso trabajo y de ruda lucha, aquellos  
hombres, que un día creyeron sucumbir en las desoladas 
márgenes del Estrecho de Magallanes, pudieron 
contemplar con no disimulado orgullo el caserío rodeado 
de chacras y arboledas frutales, que nacía y se extendía en 
el centro del valle... 
Soldados, frailes, aventureros se lanzaron, sin más datos 
que los proporcionados por indios mentirosos y soñadores 
en trances, sobre este territorio inmenso y desconocido, en 
busca de la misteriosa Ciudad de los Césares, de la cual 
tantos hablaban, pero que nadie sabia dónde estaba. Como 
era de esperar, no la hallaban. 
 
Muertos o aburridos esos exploradores, la Ciudad de los 
Césares quedó abandonada a su suerte. Era lo mejor que 
podía sucederle. Sólo así pudo desarrollarse y prosperar 
normalmente. 
 
 
Uóltel
 
AQUELLA mañana un hombre alto y corpulento, moreno, 
de anchos pómulos y ojos pequeños, sentado en una roca 
al sol, miraba. Llevaba desnudo el torso y cubierta la 
cintura por un tejido de lana que le llegaba a mitad del 
muslo. A sus pies había un arco y un manojo de flechas 
adornadas de plumas verdes y rojas. Tenía cierto parecido 
con Onaisín y habría podido pasar por su hermano, si bien 
era más alto y más fornido que el fueguino.
Allí, sentado en la roca y tomando el sol, miraba la lejanía. 
Sus ojos recorrían el paisaje con apacibilidad, 
deteniéndose de preferencia en las márgenes de un 
riachuelo que descendía de las montañas y corría por la 
llanura y hacia el oeste en delgada cinta. Algo le llamaba 
la atención ahí. Dos días antes, y en circunstancias que se 
encontraba en ese mismo sitio, vio con gran sorpresa 
cómo, allá lejos, hacia el noroeste, una débil columna de 
humo se elevaba en el aire. ¡ Humo! El humo era, en esos 
lugares, el anuncio seguro del hombre, y el hombre era, 
para él, el acontecimiento mayor. Todo el día, olvidado 
hasta de comer, permaneció allí, escrutando la lejanía con 
sus penetrantes miradas. El humo no volvió a subir ni 
percibió ser alguno moviéndose sobre la accidentada y 
pardusca llanura. Pero, ya anochecido, y más cerca, una 
fogata hinchó de pronto su luz anaranjada; brillaba a  
intervalos, encendiéndose y apagándose. ¿Serían señales? 
¿Pero señales a quién? Y sólo cuando vio que más abajo, 
más o menos en el mismo sitio en que por la mañana se 
elevaba la columna de humo, se encendía otra fogata, 
comprendió: eran dos o más hombres los que avanzaban. 
 
¿ Quiénes serían? 
Volvió a la mañana siguiente y de nuevo la columna de 
humo se elevó en el aire, ahora más cerca, junto al 
riachuelo. Alguien preparaba su desayuno. Uóltel lo vio: 
un hombre se movía alrededor del humo, seguido de un 
bulto pequeño que se desplazaba con rapidez: un perro. 
Después, al abandonar el hombre las márgenes del 
riachuelo, observó una mancha blanca que oscilaba con el 
viento, aunque sin moverse del mismo sitio. Era otra señal. 
¿Señal de qué y para qué? Uóltel sonrió: en aquel 
riachuelo había oro. Se trataba, pues, de buscadores de 
oro. 
Aguzó la mirada. El individuo vagaba con displicencia por 
las márgenes del riachuelo. Seguramente examinaba las 
arenas y calculaba su rendimiento. Por fin, con gran 
alegría de Uóltel, enderezó sus pasos hacia el sur: 
avanzaba hacia él. Se quedó inmóvil. No quería que el 
hombre lo sorprendiera. Quena, primero, examinarlo a su 
gusto. 
Pero el extranjero parecía no tener prisa. Caminaba un 
trecho y se detenía, volvía sobre sus pasos y avanzaba, e 
iba tan pronto ‘hacia la derecha como hacia la izquierda. 
Así transcurrió la mañana. Cerca de mediodía el ‘hombre 
pareció decidirse: tomó rectamente hacia un bosque que 
estaba al pie de la montaña en que Uóltel vigilaba. Este lo  
 
dejó entrar al bosque, se aseguró de que ninguna otra 
sombra se movía en la llanura, recogió su arco y sus 
flechas y partió. 
 
 
¡Extranjero! 
 
 
AL SEPARARSE de sus compañeros, Onaisín tomó, 
obedeciendo las instrucciones recibidas, un camino recto 
hacia el sur. Se desviaba sólo para examinar los riachos o 
los bosques que encontraba a su paso o que advertía 
cercanos. Los primeros días no encontró nada de 
particular. La soledad y el silencio continuaban. 
Descubrió después el riachuelo donde dejó la señal.                                                                                                                              
 Una mirada le bastó para cerciorarse de que sus arenas 
contenían oro en buena proporción. Por curiosidad, más 
que por otra cosa, puesto que había encontrado ya lo que 
buscaba, decidió explorar un bosque que se veía hacia la 
cordillera. Le llamaba la atención y le molestaba aquella  
soledad, más aún cuando recordaba las palabras que 
Candelario Campillay había dejado escritas en el papel 
encontrado dentro de la botella: “en esta dirección hay 
indios”. ¿ Dónde? Habían avanzado bastante y los indios 
no aparecían. Por su parte, deseaba encontrarlos o verlos. 
Subió, pues. Como buen indio, sabía que si en alguna, 
parte es encontrar rastros, es en un bosque. La tierra 
húmeda y los árboles son excelentes registros. Anduvo de 
un lado para otro, con desgano, observando la tierra y los 
árboles. Por fin, y en los momentos que pensaba 
abandonar la búsqueda, encontró unas huellas de pasos 
recientes, de dos o tres días a lo sumo. Las siguió, 
ascendiendo hacia el limite del bosque por el lado de la 
montaña. Allí se encontró con que las pisadas regresaban 
siguiendo una línea casi paralela a las anteriores; era una 
pisada grande, de pie desnudo, dejada por alguien que 
conocía muy bien el bosque, pues buscaba con habilidad 
los claros y evitaba los amontonamientos de troncos y los 
lugares impenetrables. Volvió sobre sus pasos. El perro, 
que había advertido también el rastro, iba adelante, 
animoso. Casi al llegar al límite bajo del bosque se oyó un 
silbido y el animal, creyendo que Onaisín lo llamaba, se 
detuvo. El fueguino, que también había oído el silbido, se 
apresuró y vio que a la altura del pecho de un hombre y en 
el tronco de un alerce una flecha adornada con una pluma 
roja vibraba todavía. 
La arrancó con cuidado. Era una flecha con punta de 
metal, idéntica en su forma y construcción a las que él usó 
en su infancia y a las que hacía su padre, el ona Tíescaja. 
Pero esto no le sorprendió; todas las flechas eran,  
 
seguramente, más o menos iguales. Su sorpresa tenía otra 
causa: la flecha había sido lanzada dos o tres minutos 
antes. El árbol empezaba en ese instante a gotear savia. 
Comprendió: el silbido que hizo detenerse al perro y que 
él mismo oyó era el de la flecha. 
Con el dedo en el gatillo de la carabina, dio una vuelta 
alrededor del árbol; pero lo mismo habría sido no darla: no 
se veían más que troncos, ramas y malezas. Reaccionó: si 
hubieran querido matarlo lo habrían hecho. Era, sin duda, 
un aviso; pero a él no le bastaban los avisos. 
—Vamos, Indio; sigue la huella. Tenemos que saber de 
quién son estas pisadas y quién es el que lanza tan bien las 
flechas. ¡ Cuidado! 
El perro se lanzó sobre el rastro, alejándose por la orilla 
del bosque. Onaisín, casi corriendo, fue tras el animal; e 
iba agachado mirando las pisadas, cuando un ladrido 
violento le hizo levanta? la cabeza. El perro ladró 
sordamente, a intervalos. Se apuró. Al sentirlo cerca, el 
can lanzó un ladrido que parecía indicar algo 
extraordinario. 
—¿Qué hay, Indio? ¿ Se están riendo de nosotros otra 
vez? 
Miró hacia el bosque, pero inútilmente; era tan tupido que 
no dejaba penetrar las miradas. Buscó entonces por el 
suelo y descubrió un caminillo angosto, como de cabras, 
que se internaba en la espesura. Echó a andar por él, 
seguido del perro y con la carabina lista para hacer fuego. 
Se detenía cada cierto trecho y miraba a su alrededor, 
queriendo penetrar la masa de árboles que lo envolvía. Ni 
un ruido, ni una voz, ni el eco de una pisada humana o  
animal. 
 
Mas de pronto sintió, sin saber por qué, la 
sensación de que alguien lo observaba; casi creyó percibir 
una respiración cerca de sí. Se detuvo, y en ese instante 
resonó la voz que lo sobrecogió: 
—¡Extranjero! 
El perro dio un bote de costado, y Onaisín, tan rápido 
como Indio, con la carabina a la altura de los ojos, se 
volvió. A veinte pasos de él había un hombre. 
Nunca, ni en los momentos de mayor peligro, ni aun 
aquella vez que Sam Cocktail lo tumbó de un puñetazo, 
había experimentado Onaisín una sorpresa tan grande. El 
que gritó era un hombre alto, moreno, el cuerpo 
semidesnudo, descalzo. La mano derecha se apoyaba en 
un gran arco afirmado en tierra y la izquierda sostenía un 
manojo de flechas con, plumas verdes y rojas. 
 
Pero era el 
rostro el que impresionaba a Onaisín, un rostro que le 
recordaba al de su padre, aunque mucho más suave de 
expresión, rostro de indio de su tierra nativa, parecido a 
muchos de los que recordaba haber visto en su infancia. 
Después de unos segundos y viendo que la actitud del 
hombre era pacífica, Onaisín bajó la carabina. Se miraron 
un instante. El desconocido manifestaba tanta sorpresa 
como el ona y tanta como el perro, que presenciaba, la 
escena con gran curiosidad, torciendo el pescuezo para 
mirar a uno y a otro. Contra la costumbre, la presencia de 
aquel hombre no irritaba al animal. Sin duda encontraba 
en él algo de su amo. 
—¿ Quien eres tú? —habló, por fin, Onaisín. 
—¿Y tú quién eres? —preguntó el otro, casi al mismo 
tiempo.  
 
—Me llamo Onaisín. 
—¿Qué haces por aquí? 
—Soy el guía de una expedición de buscadores de oro. 
—¿No mientes? 
—No miento nunca... Dime ahora quién eres tú. 
—Soy Uóltel. 
—¿Dónde vives y qué haces por aquí? 
—Vivo en la Ciudad de los Césares y vigilo sus fronteras. 
Nunca habrás oído hablar de esa ciudad. 
—Nunca. ¿ Quiénes viven en ella? 
—Eres demasiado curioso... ¿ Eres tú el que ha estado 
haciendo señales con fogatas? 
—Sí, yo. 
—¿Y qué es eso que llevas en las manos y que sostienes 
con tanto cuidado? 
—Una carabina. Me sirve para lo mismo que te sirve a ti 
ese arco. 
—Pero yo podría matarte antes que tú me pegaras con eso. 
—Te equivocas. Antes que levantaras el arco y pusieras la 
flecha, caerías muerto. Y si esto fallara, mi perro te 
mataría como a un pato. 
-Uóltel sonrió: 
—¿Eres entonces un hombre formidable? 
—No; soy Onaisín, nacido, en Onayusha. Prefiero ser 
amigo, no enemigo. 
—Déjame ver tu carabina. .No eres mi amigo. 
—¿Pero lo seré? 
—Si lo quieres, sí. 
—¿Cuál es, para ti, el signo de amistad? 
—La confianza.  
 
—Siéntate y hablemos. 
—Very well 
—¿También sabes inglés? —Algo —contestó, atónito, 
Onaisín. 
Se sentó, afirmada la espalda en el tronco de un árbol, la 
carabina descansando sobre las piernas. UólteI lo imitó e 
Indio se tendió entre ambos. 
—¿ De modo que eres buscador de oro? 
—Es mi oficio. 
—Dime, ¿por qué buscan tanto el oro los extranjeros? 
—Para venderlo. 
—¿A quién lo venden? 
—A otros hombres. 
—Y esos otros hombres, ¿ qué hacen con él? Onaisín 
vaciló. Luego repuso: 
 —Lo venderán a otros... 
—Y esos otros a otros, seguramente. Pero, al fin de 
cuentas, ¿qué se hace con el oro? 
Onaisín no supo qué contestar. Había sufrido hambres, 
fríos, angustias, golpes, heridas, allá en la lejana Tierra del 
Fuego, buscando oro, peleando con otros hombres que 
también lo buscaban, y ahora, en un bosque y frente a 
aquel singular desconocido, se daba cuenta de que no 
sabía para qué servía el oro y si alguien, en realidad, 
gozaba de él, o si pasaba de unas manos a otras, 
indefinidamente. Para salir del paso dijo: 
—Parece que por aquí hay mucho oro. 
—Sí, mucho. ¿No te fijaste en la punta de la flecha que 
estaba clavada en el árbol? Era de oro. 
—¿Tú lanzaste la flecha?  
 
—Yo. 
—¿Para qué? 
—Quería conocerte. Háblame de tus compañeros. ¿ Son 
muchos? 
—Cuatro. 
—¿Valientes? 
—Creo que sí. 
—¿Blancos? 
—Sí, blancos, 
—¿Dónde están? —Deben estar sacando oro en el 
riachuelo que hay más abajo del bosque. 
 
—¿Y tú no sabes sí vienen buscando la Ciudad de los 
Césares? 
—Que yo sepa, nunca han oído hablar de ella. 
 
-Hubo un instante de silencio. Indio, con la cabeza sobre 
las patas, dormitaba. Onaisín, tranquilo, miraba de hito en 
hito la ancha faz de aquel hombre que decía palabras tan 
inesperadas, y éste, a su vez, observaba al extranjero 
minuciosamente. 
Uóltel se irguió. 
—¿Y hacia dónde está tu tierra, extranjero? 
—Mira, hacia allá, muy lejos. Está rodeada de agua y 
cubierta de bosques. 
 
 —¿Acaso has nacido en el Estrecho de Magallanes? 
Onaisín se sorprendió. 
—No; más allá aún. Pero ¿ conoces tú el Estrecho de 
Magallanes?  
 
—No; sólo sé que existe y hacia qué lado está. Nada más.. 
Ahora, separémonos. Ven mañana aquí. a esta misma 
hora, y hablaremos. ¿ Quieres? 
—Vendré. 
 —Pero no digas a tus compañeros que me has visto. 
—No podré callarlo. 
—Bien; hasta mañana. 
Y diciendo esto, Uóltel desapareció en la espesura. 
 
 
¡Prisioneros! 
 
 
ONAISIN no intentó seguirlo. Lo juzgó inútil. Aquel 
hombre conocía muy bien el bosque y volvería a espiarlo 
mejor de lo que él podía hacerlo. Se quedó un rato 
inmóvil, desconcertado. Lo ocurrido era tan extraño. El 
quería ver indios, ¡y qué indio había encontrado! Tenía 
aspecto y vestiduras de tal, pero sabía inglés y habitaba 
una ciudad —¡una ciudad!— de la que no había oído 
hablar nunca, ni siquiera a Smith, que conocía todo el 
mundo, como decía. ¡Y hacían de oro las puntas de las 
flechas! ¿No tendrían otro metal? Entonces, con seguridad 
que harían de oro los vasos y otros objetos. ¡Qué raro! ¿No 
habría bromeado el hombre? Pero, no; no se hacen esas 
bromas en un bosque, a muchas millas de distancia del 
primer puesto de policía y a un hombre que 
lleva una buena carabina. Echó a andar. ¿Y cómo, en una 
región como ésa, aparentemente desierta, podía existir una 
tal ciudad? La tarde iba cayendo. ¡Qué sorpresa para el 
viejo Smith si todo aquello fuera cierto! Y cuando le 
trajeran un vaso de agua y se diera cuenta de que el vaso 
era de oro, ¿qué haría? Al salir del bosque se acordó que, 
preocupado de rastrear, no había comido en todo el día. 
Dio al perro su ración y él comió un trozo de charqui y 
una galleta. 
 
Llegada la noche prendió la fogata e hizo las señales que 
indicaban novedad. ¡ Si sus compañeros supieran qué  
 
clase de novedades tenía!... Luego se acostó. Conversó un 
rato con Indio, que lo oía con toda atención y que 
contestaba sus palabras parando las orejas y moviendo la 
cabeza. Cerró los ojos. La figura de Uóltel apareció y 
desapareció en su recuerdo y sus palabras daban vueltas, 
por su cansada cabeza. Se durmió. 
No supo cuánto tiempo durmió. Lo despertaron el ladrido 
del perro y el contacto de unas manos que lo asían de 
brazos y piernas, inmovilizándolo. 
—No te resistas ni temas nada, Onaisín —dijo una voz 
que le pareció la de Uóltel—. No te haremos ningún daño. 
—¡Qué quieren de mí! —protestó el indio. 
—Nada más que llevarte con nosotros. 
Lo amarraron y alguien le vendó los ojos; luego, 
tomándolo en peso, lo colocaron en una especie de camilla 
y echaron a andar hasta llegar a la orilla de un lago que 
atravesaron en balsa; entraron después a una galería 
subterránea donde se oía mugir con fuerza un torrente, y al 
cabo de una hora o poco más salieron al aire libre. 
Durante este tiempo nadie habló y los hombres se detenían 
sólo para turnarse en el transporte del prisionero. Onaisín, 
inmóvil en aquel inesperado vehículo y tan silencioso 
como los demás, dejaba correr las cosas. 
—Ya hemos llegado. 
Lo bajaron de la parihuela y le quitaron las amarras y la 
venda Onaisín miró a su alrededor. En la obscuridad atisbó 
confusamente los rostros y los cuerpos de los hombres que 
lo trajeron. 
—¿Y mi perro?  
 
—Aquí está. Indio fue sacado de una especie de red y 
corrió a restregarse en las rodillas de Onaisín. 
—¿Y la carabina? 
—Luego te la daremos. 
El perro y la carabina constituían parte esencial del 
organismo del fueguino. 
— ¿ Dónde estamos? 
—Mira y verás. 
Miró. Estaban en la falda de una montaña a cuyo pie, 
lejos, brillaban débiles luces en la sombra. 
—¿Qué es eso? 
—La Ciudad de los Césares. Vamos. No intentes huir ni 
atacarnos, Onaisín. Ve tranquilo. 
La voz de Uóltel era la única que surgía de aquel grupo de 
hombres. Onaisín lo buscó en la obscuridad y, 
encontrándolo, le dijo: 
—¿Dónde me llevas? 
—Hacia esas luces que ves. 
—Me ofreciste amistad y me traes preso. ¿ No tienes 
miedo de que algún día te devuelva yo lo que ahora haces 
conmigo? 
—No tengo miedo de eso. No te traigo prisionero. Lo 
único que hago es llevarte a la Ciudad de los Césares, sin 
que tú sepas por dónde vas. 
 
—No te he pedido que me lleves a ninguna parte. 
—Pero yo tengo orden de llevar a la ciudad a los 
extranjeros que encuentre cerca. No temas nada. Cuando 
quieras irte, te dejaré en el mismo lugar en que estabas 
esta noche. Cuando conversemos mañana te lo explicaré 
todo y seremos amigos.  
 
Onaisín calló. Le pareció ridículo promover cualquier acto 
de fuerza con aquel grupo de hombres, desarmado y sin 
saber dónde estaba. Continuaron la marcha en la noche, 
descendiendo la montaña por un sendero. En realidad, el 
indio no estaba atemorizado. Por la voz y los ademanes de 
sus secuestradores comprendía que, por el momento, no 
debía temer nada. Sólo le preocupaba el recuerdo de sus 
compañeros, que en la siguiente noche sentirían gran 
inquietud al no ver sus señales. Las luces se acercaron y 
pronto, descendida la montaña, encontraron algunas casas. 
La noche aclaraba. Uno de los hombres llamó a la puerta 
de una casa. 
—¿Quién va? 
—Yo; Uóltel. 
— ¿Uóltel, a estas horas? ¿ Qué traes? 
—Un extranjero. 
—¡Un extranjero! Tanto tiempo que no veíamos ninguno. 
Abierta la puerta, el hombre levantó la luz y miró a 
Onaisín. 
—¿Pero éste es un extranjero? Parece uno de los nuestros 
murmuró. A la luz de la antorcha que el hombre sostenía, 
Onaisín observó a los circunstantes. No vio nada 
extraordinario: todos eran morenos y de aindiado rostro. 
—Te lo dejaremos aquí. Procura atenderlo bien. 
—No tengas cuidado, Uóltel. Nadie dirá que he atendido 
mal a Un extranjero. 
—Buenas noches. 
Hasta mañana Por aquí, pase usted. 
Caminaron por un corredor. 
—Esta es la habitación. ¿Su perro lo acompañará?  
 
—Sí; déjemelo. 
—Muy bien. Aquí tiene usted una cama, una silla, ropa, 
luz y agua. ¿ Quiere usted comer algo? 
—No; quiero descansar. 
—Descanse usted. Nadie le molestará. Hasta mañana. 
Iba a retirarse el hombre, pero volvió. Era un hombrecillo 
delgado, canoso, de voz apagada y ojos ardientes. Iba 
cubierto por una especie de chaqueta de cuero. 
—Dígame —dijo—, ¿no trae usted algún libro? 
—¿Libro? —preguntó Onaisín, sorprendido. 
—Sí; libro. 
Onaisín no había leído jamás un libro. 
—No, no traigo. 
El hombre lo miró con sorpresa. 
—¡ qué lástima! —murmuró----. ¡Tantas ganas que tengo 
de leer un libro nuevo! —¿Pero usted sabe leer? 
—¡Claro! Y todas en la ciudad sabemos. ¿Acaso usted no 
sabe? 
—Muy poco. 
El hombre monologó largo rato. Por fin, con aire de 
consternación, quejándose de su mala suerte y expresando 
cuán grande era su deseo de leer algo nuevo, desapareció. 
Al quedar solo, el fueguino dio dos o tres vueltas 
alrededor del cuarto y tanteó las murallas y. las puertas; 
todo era firme. Miró el vaso que se veía sobre la mesa; 
después, el lavatorio y luego una jarra. Tal como lo había 
imaginado: todo era de oro. 
 
Había en aquella habitación
una cantidad de oro superior en dos o tres veces a lo que él 
y sus camaradas sacaron, a arañazos, de las costas de 
Tierra del Fuego en muchos años.  
 
—¿Qué te parece, Indio? ¿Dónde hemos venido a parar? 
Se desnudó y se acostó. Estaba cansado y tenía sueño. 
Hubiera querido estar con sus compañeros y contarles todo 
aquello. ¡ Cómo gozaría mirando la cara de Queltehue y 
oyendo las exclamaciones del viejo Smith! ¡Todo era de 
oro! Parecía el sueño de un minero hambriento. Pero sus 
amigos estaban lejos; tampoco estaba Uóltel. Sólo estaba 
Indio, que no entendería nada de todo aquello y a quien el 
oro no quitaría el sueño. Esperaría el día. Y se durmió. 
Indio se tendió a sus pies. 
 
 
MUY ENTRADA la mañana, al oír que llamaban a la 
puerta, Onaisín, que terminaba de vestirse, contestó: 
—Adelante. 
Abrieron; la alta figura de Uóltel se perfiló en el vano. 
—Buenos días, Onaisín. 
—Buenos; siéntate.  
 
Uóltel miró a Onaisín, cuya cara no tenía buen aspecto. El 
sueño, que le permitió descansar físicamente, no le había 
traído, en cambio, buen ánimo. La aventura en que se 
hallaba metido empezaba a molestarlo. Lo que en un 
principio le había parecido interesante, ahora le iba 
resultando fastidioso. 
Así pareció comprenderlo Uóltel, que dijo: 
—Anoche me reprochaste el que después de haberte 
ofrecido amistad, te tomara como prisionero. Te contesté 
que no eras un prisionero y que si te traía en esa forma, 
vendado y amarrado. era porque tenía orden de hacerlo 
así. Te dije, además, que cuando quisieras irte yo mismo, 
te iría a dejar en el sitio en que te encontré. Sostengo ahora 
lo que dije anoche. 
—¿Y si yo quisiera irme en este momento? —preguntó 
Onaisín. 
—Sería muy pronto. Además, ¿qué prisa tienes? 
—¿Pero qué necesidad tengo yo de estar aquí? —
respondió bruscamente el indio—. Tengo otras cosas que 
hacer, más importantes. Tengo que ver a mis amigos; no 
sé nada de ellos. 
—No te preocupes por tus amigos. No les pasará nada 
malo. Por otra parte, pronto los verás. 
—¿Que los veré? ¿Dónde? 
—Aquí mismo. 
—¿Ellos también? 
—Sí; también ellos. 
—¿Pero por qué? ¿Para qué nos traen aquí? ¿Qué tenemos 
nosotros que hacer aquí?  
 
—Los hombres que habitan la Ciudad de los Césares —
respondió Uóltel— necesitan a los extranjeros. Su 
aislamiento y su ignorancia son tan grandes, que cada 
hombre que llega aquí es de incalculable valor; nos trae 
muchas cosas que nosotros no tenemos. 
—¿Qué es lo que no tienen ustedes? —preguntó Onaisín.. 
—Conocimientos, sobre todo. 
—¿Conocimientos de qué? 
—Del mundo, antes que nada. 
—No entiendo. 
—¿Qué es lo que no entiendes? 
El rostro de Uóltel expresó sorpresa. Sus ojillos de indio 
miraban a Onaisín con bondad y detención. El vigoroso 
cuerpo reposaba tranquilo y los ademanes eran suaves. 
—¿Y por qué no entiendes? 
Onaisín, impaciente, se sentó en la cama y; mientras sus 
manos acariciaban distraídamente la cabeza del perro, 
respondió: 
—Tú te equivocas. Mírame bien. Yo no soy nada más que 
un indio fueguino y un hombre fuerte y fiel. Apenas sé 
leer y escribir. Fuera de cazar, buscar oro. remar y pelear, 
no sé muchas cosas más; tampoco las echo de menos. De 
modo que no me hables de esas cosas. Perderás el tiempo. 
No sacarás mucho de mí. 
Uóltel sonrió: 
—Bueno, Onaisín; un hombre fuerte y fiel, que sabe cazar, 
buscar oro, remar y pelear, no es un ser que se pueda 
despreciar, aunque sea un indio fueguino, como tú dices. 
Yo también soy indio y no sé muchas cosas más que tú; 
pero esas cosas que se puedo enseñárselas a otro que no  
 
las sepa. Eso es lo que queremos: que aquellos que sepan 
cosas que nosotros no sabemos, nos las enseñen. 
—¡Nosotros! Me hablas como si yo supiera quiénes son 
ustedes. Empieza por hablarme de ti y de los demás. ¿ 
Quiénes son? ¿ Qué pueblo es éste? ¿ Quiénes viven aquí? 
—Para contestar a esas preguntas, Onaisín —respondió 
Uóltel—, necesitaría contarte la historia de la Ciudad de 
los Césares. 
 
—Cuéntala. Si algo me tiene de mal humor es no saber 
dónde estoy ni por qué. 
—Bueno, procuraré tranquilizarte. 
Y Uóltel contó a Onaisín, en pocas palabras, la historia de 
la Ciudad de los Césares. El fueguino permaneció en 
silencio un instante. Luego preguntó: 
—Pero..., ¿por qué viven tan escondidos? 
Uóltel se levantó y acercándose a Onaisín le dijo, 
poniéndole una mano sobre el hombro: 
—Al principio, porque no podíamos hacer otra cosa. 
Después, por culpa del oro. 
—¿Del oro? 
—Sí. Dime, ¿qué habrías hecho tú y tus compañeros, 
buscadores de oro (y así como tú y tus compañeros todos 
los hombres del mundo), al tener noticias y conocer el 
lugar de una ciudad en que el único metal conocido es el 
oro y donde de oro son casi todos los objetos que en otras 
partes se hacen de metales menos valiosos? ¿Qué habrían 
hecho? Armar una expedición de cien o de mil hombres y 
lanzarla sobre esa ciudad, inundándola de gente que 
robaría y mataría al que quisiera oponerse al robo. Eso 
habrían hecho... Y ése es el motivo de nuestro  
 
aislamiento... Hasta hace poco tiempo hemos vivido 
tranquilos. Los blancos que fundaron esta ciudad y los que 
después han llegado nos enseñaron a labrar la tierra, a 
trabajar el oro, a tejer; en una palabra, nos enseñaron a 
vivir. Pero ahora las cosas están por cambiar. Un hombre 
blanco- cayó en nuestras manos. ¿Por qué no lo maté 
cuando lo encontré arrastrándose como un gusano, casi 
muerto de hambre y de frío? Es un hombre ambicioso que 
no se ha conformado con vivir aquí como nunca tal vez 
había soñado vivir. Quiere irse y llevar oro. Eso es la 
muerte para nosotros. Y como solo no puede marcharse, 
pues no conoce el camino, empezó a hablar a los césares 
blancos de la riqueza, de la opulencia y del lujo que da el 
oro en otros países. Convenció a muchos y hace apenas 
dos lunas pretendieron marcharse; pero entonces 
intervinimos los césares negros, apresando al extranjero y 
amenazando a los blancos. 
 Estos, atemorizados, al parecer han desistido; pero a 
escondidas preparan la marcha. 
—¿Quién es el jefe de ellos? 
 —Una mujer, María García de Onares, último 
descendiente de Fernando García de Onares, fundador de 
esta ciudad. Esta familia ha sido siempre la suprema 
autoridad en la Ciudad de los Césares. El último García de 
Onares, don Francisco, hombre sabio y prudente, no dejó, 
por desgracia, más descendiente que una hija, mujer en 
quien, más que en nadie, han hecho efecto las palabras de 
Diego Rodríguez, el extranjero... 
—De modo que...  
 
—De modo que aquí estamos inquietos y sobresaltados 
todos; unos quieren irse y otros impedir que se vayan. 
—Pero algún día serán ustedes conocidos. 
—Puede ser, aunque es difícil. Contados extranjeros han 
llegado aquí por sus propios pies, y de los que han entrado 
a esta ciudad, ninguno ha vuelto a salir jamás. 
—¿Por qué? 
—¿Quién sabe? Cazadores, buscadores de oro, 
exploradores. viajeros, hasta sabios y bandidos han 
llegado aquí traídos unos por casualidad, apresados los 
más por nosotros. Cada uno trajo su inteligencia, su 
consejo, su tenacidad, que nosotros hemos aprovechado 
del mejor modo posible. —Y nosotros- Uóltel, ¿ qué 
suerte correremos? 
—En este momento, no sé. Seguramente los césares 
blancos tratarán de atraer a ustedes para su causa, con 
mayor razón si saben que son buscadores de oro... ¿ Qué 
crees tú que harán tus compañeros? 
 
—No podría decírtelo... Este es un asunto que está fuera 
de todo lo que podíamos sospechar. 
En ese momento una voz llamó desde afuera: 
—¡Uóltel! 
—¡Ya voy! —contestó el césar negro—. Hasta luego, 
Onaisín. Pronto estarán aquí tus compañeros. Y suceda lo 
que suceda, acuérdate de que somos amigos. Lo mismo 
haré yo. 
Onaisín estrechó con vigor la mano que le tendía el césar 
de anchas espaldas y gruesos músculos. Se fue Uóltel y el 
fueguino quedó solo con su perro, entregado a mil 
reflexiones. Aunque ya veía claro en medio de aquel sueño  
 
de buscador de oro, otras preocupaciones lo embargaban. ¿ 
Qué dirían y qué ‘harían sus camaradas? De Enrique podía 
responder: se inclinaría de parte de los césares negros. 
Pero Smith, viejo aventurero, y Queltehue, y Hernández, 
misterioso hombre este último, ¿qué harían? Tenía el 
presentimiento de que influirían de algún modo en la 
Ciudad de los Césares. 
—¿Qué harán, Indio? Y nosotros, ¿qué haremos? 
Indio, que no comía desde el día anterior, parecía pensar 
en Otras cosas 
 
Todos apresados 
 
 
APENAS separado de Onaisín, Uóltel se reunió con sus 
hombres y partió en busca de los otros extranjeros. Desde 
lo alto del cerro, escondidos tras las rocas e invisibles a los 
ojos de Enrique y Hernández, él y sus compañeros 
siguieron paso a paso las idas y venidas de los dos 
hombres. El español y el hijo de Sam Cocktail, que 
hallaron al amanecer las huellas de Onaisín, registraron el 
bosque minuciosamente, encontrando allí los rastros del 
fueguino y el del perro, además del de Uóltel, que los 
llenó de confusión. Aquel pie desnudo, que dejaba. una 
huella tan profunda en la tierra húmeda, no podía ser, 
según Enrique, sino de un indio, pues ¿ quién sino un 
indio - podría andar descalzo por un terreno sembrado de 
piedras y de trozos de ramas con espinas? 
—Bien puede ser también un hombre blanco —murmuró 
Hernández, contemplando el rastro. 
—Sí, podría ser también un hombre blanco; pero estoy 
seguro de que es un indio. He visto muchas huellas y las 
sé distinguir. El hombre blanco, aunque haya andado 
mucho tiempo descalzo, pisa de otro modo: el talón se 
hunde más, y los dedos, menos. Es la costumbre del 
calzado. En cambio, el indio camina con, los dedos. Vea 
usted.  
 
—Si, es verdad; pero con esto no avanzamos mucho. 
—No mucho, pero ya sabemos algo. Hay indios, y no sé si 
alegrarme o entristecerme por ello. Se ve que el indio ha 
estado con Onaisín: aquí están sus huellas, allí las de 
nuestro compañero, acá las del perro. Han estado los tres 
juntos. Eso me da confianza. Si el indio hubiera querido 
matarlo aquí, lo habría hecho; pero no. El indio se marchó 
solo. ¿Volvió? ¿No volvió? Y si no volvió, ¿dónde está 
Onaisín? Y si volvió, ¿dónde lo hizo? Dejemos al indio y 
sigamos el rastro de los que nos interesan. 
Salieron del bosque. Uóltel y sus compañeros se miraban y 
sonreían al verlos rastrear la llanura. Encontraron el 
campamento de Onaisín. De allí en adelante se perdían las 
huellas del fueguino y del perro. Enrique y Hernández se 
miraron. 
—Esto es misterioso —comentó el español. 
—Es raro. Se pierden las huellas de ellos completamente y 
no se ven sino pies descalzos. No han muerto a Onaisín ni 
al perro, por lo menos hasta aquí. 
—¿Los habrán llevado en andas? 
—Es muy posible. 
— ¡ Vaya! Pues son gente muy amable. 
—Pero ¿ por qué los han llevado en andas? ¿ Estarían 
muertos? ¿Irían vendados? 
—Tiene usted razón! No puede haber sido sino este último 
motivo. 
 
—Sigamos las huellas de los pies descalzos. 
Siguiéndolas llegaron a las orillas del lago. Ahí se 
acabaron todos los rastros. Caminaron por las márgenes, 
pero inútilmente. Vino la noche y los encontró muy lejos.  
 
—Tendremos que hacer la señal —murmuró Hernández. 
—No hagamos nada —contestó Enrique—. Dejemos que 
Smith y Queltehue avancen. Mañana nos reuniremos con 
ellos. Al amanecer, mientras Enrique dormía y Hernández, 
dormitando, hacía guardia, Uóltel y sus hombres cayeron 
silenciosamente sobre ellos. No hubo lucha ni resistencia. 
Desarmados y rodeados de doce hombres, los aventureros, 
más sorprendidos que asustados, preguntaron: 
—¿Qué pasa y qué es lo que quieren ustedes? 
—No pasa gran cosa y lo que queremos es que ustedes 
vengan con nosotros. 
—¿Y si no queremos? 
 —Los llevaremos a la fuerza. 
Enrique, que esperaba un lenguaje muy diverso, un 
lenguaje de indio, atravesado y confuso, se sorprendió más 
aún. ¿ Eran blancos, entonces, los que habían asesinado o 
secuestrado a Onaisín? La obscuridad no le permitía 
distinguir quiénes eran aquellos hombres. Recurrió a una 
estratagema: estiró fuertemente los brazos y soltándose de 
los que le sujetaban, se abrazó a ellos. En un segundo, 
mientras los hombres intentaban dominarlo, sus manos 
recorrieron los torsos y los rostros. Eso le bastó. 
—No quiera usted resistirse —dijo la voz. 
 No pienso resistirme. Quería únicamente saber quiénes 
eran ustedes. 
—Pues ya que lo sabe, vamos andando. 
Y al otro día, muy temprano, en momentos que Onaisín 
tomaba su desayuno, Uóltel entró al cuarto y le dijo: 
—Buenos días, Onaisín: te traigo a dos de tus amigos.  
 
En medio de una escolta de césares negros se veía a 
Enrique y a Hernández. El primero, muy extrañado, 
abrazó a Onaisín: 
—¿Tú aquí? 
—¡Cómo! ¿No lo sabían ustedes? —preguntó Onaisín, 
dando una mirada a Uóltel, que sonrió. 
—Nadie nos ha dicho nada. Estos hombres nos 
sorprendieron anoche, mientras descansábamos, sin darnos 
tiempo para defendernos... Pero ¿ cómo caíste tú en manos 
de ellos? 
Onaisín contó lo sucedido desde que se separó de ellos y 
lo que sabía sobre aquella ciudad y sus habitantes. No dijo 
una palabra, sin embargo, sobre el conflicto que 
preocupaba a los césares. 
— ¡ Qué extraordinario es esto! —comentó Hernández—. 
Nunca me imaginé que existiera por aquí una ciudad de 
esta clase, fundada por españoles... ¿Y qué harán o qué 
querrán de nosotros? ¿Lo sabe usted? 
— respondió Onaisín—. Mi amigo Uóltel, que es el único 
que puede informarnos sobre las intenciones que tienen 
para con nosotros, ha desaparecido. 
En ese instante el fueguino observó que el césar de los 
libros le hacía señales; lo hizo avanzar y lo presentó a sus 
amigos. El hombre no se demoró en formular su deseo: 
—Señores: ¿ alguno de ustedes trae un periódico? 
Enrique y Hernández miraron estupefactos a Onaisín. 
—¿Periódico? —murmuró Enrique. 
—¿Qué periódico? —preguntó Hernández. El hombre se 
atolondró un poco.  
 
—Periódico, señores; de esos periódicos que ustedes leen 
cuando están en las ciudades que habitan. 
— ¿ Se refiere usted a esos papeles impresos y artículos de 
política? —inquirió el español. 
—Sí, exacto; a esos papeles impresos, señor. 
—Hace mucho tiempo que no veo ni leo un periódico —
contestó Enrique. 
—Creo que traigo alguno en mi equipaje, aunque debe ser 
muy atrasado —dijo Hernández—. Espere usted a que me 
traigan mis cosas y se lo daré. 
—¿Me lo dará usted? 
—Sí, hombre, sí. Se lo daré. 
Hernández miraba con curiosidad al hombrecillo. 
—¿Y para qué quiere usted periódicos, buen hombre? —le 
preguntó. 
—Para leerlo, señor —contestó el césar negro, con una 
sonrisa humilde. 
—¿Le gusta a usted leer periódicos? 
—Mucho 
—Pero. también le gustará a usted leer otras cosas. 
—Claro que sí. Libros, por ejemplo. 
—¿Libros también? Pues yo puedo darle a usted un libro 
que le gustará mucho. 
—¿Y qué libro es? —preguntó el césar, cuyos ojos 
brillaban. 
—La Biblia.
 
El césar estuvo a punto de caer. 
—¡Una Biblia! ¿ Pero es que tiene usted una Biblia? 
—No sólo una; tres o cuatro, y le daré una con mucho 
gusto en cuanto me reúna con mi equipaje.  
 
El césar negro quiso hablar, pero no pudo; tan grande era 
su impresión. Saludó profundamente y después de tropezar 
en una silla y de querer abrir la puerta por el lado de los 
goznes, salió demudado. 
—¡Oiga usted! —gritó Hernández. Volvió el hombre. 
—Y si cuando la lea no entendiera usted algunas cosas, 
tendré mucho gusto en explicárselas. 
El césar hizo un gesto de agradecimiento y se fue. 
—¡Qué hombre tan raro! —exclamó el español—. Querer 
leer un periódico aquí, donde de seguro llegarán con 
meses de atraso. Pero, en fin, esto no sucede en todas 
partes. ¡ Vaya, vaya! Las cosas no empiezan mal. 
 
 
Otra vez juntos 
 
 
AL ATARDECER y en los momentos en que la tensión 
nerviosa de los prisioneros llegaba a su grado máximo, 
una escolta de césares negros, comandada por Uóltel, trajo 
al viejo Smith y a Queltehue. 
—Bueno —exclamó Smith, riendo y golpeando los 
hombros de sus camaradas—. Ya estamos todos juntos. 
Buenas noches. Veo que no han sufrido ustedes ningún 
daño y eso me tranquiliza. Sepamos ahora dónde estamos 
y qué quieren de nosotros estos alacalufes que tan bien 
hablan español. Pero antes cuenten cómo han sido ustedes 
secuestrados. 
Iba a contestar Enrique, cuando Uóltel abrió la puerta y 
dijo: 
—Señores: los césares blancos esperan a ustedes. 
Smith se quedó con la boca abierta: 
— ¡ Los césares blancos! ¿Y quiénes son esos caballeros? 
—Los habitantes blancos de la Ciudad de los Césares —
respondió Uóltel.. —La Ciudad de los Césares —murmuró 
Smith, más sorprendido aún—. Esperen, esperen... Yo he 
oído hablar de la tal ciudad. Claro que sí: el chilote 
Barrientos contaba que en las montañas de la Patagonia 
chilena existía una Ciudad de los Césares, habitada por 
holandeses o españoles, no recuerdo bien, gente que no 
había podido ser encontrada nunca; me dijo que muchos 
habían buscado la tal ciudad y que en las noches de  
 
Pascua, cuando corría viento de la cordillera hacia el mar, 
se oían sonar las campanas de su iglesia, y que esas 
campanas eran de oro... Pero yo creía siempre que ésas 
eran pamplinas de los chilotes, que son tan dados a 
historias... ¿ De modo que nosotros ‘hemos descubierto la 
Ciudad de los Césares? Muy bien; vamos. 
No hagamos 
esperar a esos caballeros. Pero, oye, Queltehue: ¿ qué te 
estás echando al bolsillo? 
Mientras hablaba, Smith advirtió que el cocinero hacía 
esfuerzos por introducirse en el bolsillo algo voluminoso. 
—¿Qué es eso? —le preguntó, acercándose. 
Queltehue, un poco turbado, le dijo, mostrándole el objeto 
de sus afanes: 
—Es un vasito, patrón. 
—¿Un vasito, eh? ¿Y desde ‘cuándo...? A ver, dame. 
Observó el vaso un instante, abrió la boca en gesto de 
sorpresa y luego, volviéndose hacia los circunstantes, 
exclamó: 
—¡Pero esto es de oro! 
—No se asuste usted, patrón Smith —intervino Onaisín—. 
Aquí todo es de oro. Mire usted ese jarro y ese cuchillo y 
ese lavatorio. 
 
Smith, que reventaba de asombro, examinó 
detenidamente lo que Onaisín le señalaba, se mesó la 
barba un instante y después, dirigiéndose a Queltehue, 
dijo: 
—Pues si todo es de oro, Queltehue, haces mal en querer 
guardarte un vaso. Busca algo de más bulto. 
Rió a grandes risotadas. 
—Vamos —continuó—. Deja en paz ese vasito y no 
sueltes la carabina.  
 
—Veo que no les han quitado a ustedes sus carabinas —
observó Hernández. 
—¿Y por qué nos las iban a quitar? —preguntó Smith—. 
Nosotros no hemos venido como prisioneros sino como 
invitados. Advertirnos a tiempo el golpe y propusimos a 
ese joven que está ahí ¿ Cómo se llama usted? —preguntó 
a Uóltel. 
—Uóltel, señor —repuso el interpelado. 
—Lindo nombre para la bahía de Yandagaia —repuso 
Smith—. Propusimos a este joven dos cosas: o agarrarnos 
a tiros y puñaladas hasta que no quedara títere con cabeza 
o venir buenamente si nos aseguraban que no sufriríamos 
daño alguno y que tampoco ustedes lo habían sufrido. 
Aceptaron lo segundo, por suerte para todos; nos vendaron 
la vista y aquí estamos. Pero, oye, Queltehue, ¿otra vez 
con el vasito? 
Queltehue había vuelto a sus manipuleos. 
—Déjelo usted, señor —intervino, sonriendo, Uóltel—. 
Que se lo lleve, si tanto le gusta. Yo se lo regalo. 
—Tiene suerte este flaco bandido —dijo Smith—. ¿Por 
qué no vería yo primero el vasito? 
Todos reían al salir. 
 
En la puerta esperaba a los extranjeros 
una imponente escolta de césares negros, armados de 
lanzas, flechas, mazos y tal o cual herrumbrosa espada, 
armas que provocaban la sonrisa desdeñosa de los 
extranjeros y la particular curiosidad de Queltehue, quien 
se sentía lleno de un inesperado espíritu de coleccionista. 
-Mientras marchaban, Enrique contó a Smith lo que sabía 
respecto de la ciudad y de sus habitantes. La sorpresa del  
 
viejo era ruidosa: lanzaba exclamaciones y gritos que 
hacían sonreír a los césares que los miraban pasar. 
—Enrique, me estás contando un cuento para niños... 
 
 
Los césares blancos 
 
 
EL EDIFICIO, bajo y amplio, tiene apariencias de 
municipio provinciano. Su primera habitación, situada a la 
izquierda del vestíbulo, es una sala de grandes 
dimensiones y alta de techo, decorada con tejidos y 
esteras. 
Al fondo de esta sala hay una puerta ancha y maciza, de 
dos hojas, claveteada, que se abre sobre otra sala, de 
menores dimensiones que la anterior y donde, en este  
 
momento, hay diez ‘hombres sentados alrededor de una 
mesa rectangular. La sala tiene, también, como la anterior, 
algunos adornos murales, pieles y tejidos de colores 
armas, relieves en oro, estatuitas de madera. Además de la 
mesa, hay numerosas sillas. El aspecto de la sala recuerda 
también un municipio provinciano: es la sala del Consejo 
de los césares blancos. 
 
Allí están ellos, magníficos tipos, altos, blancos y rubios 
unos, morenos otros, de estupendas barbas y vestidos de 
albas túnicas concejiles, costumbre de la ciudad. 
—Uóltel me ha dicho —dice uno de ellos— que los 
extranjeros que esperamos son hombres vulgares, aunque 
blancos; buscadores de oro, aventureros... Ignoraban la 
existencia de nuestra ciudad y sólo la suerte los ha traído 
hasta nosotros. 
—¿Y qué intenciones tenéis respecto a ellos? —pregunta 
otro. Aunque sean vulgares buscadores de oro, son 
hombres y, lo que es mejor, o peor, blancos, excepto uno, 
que parece indígena, según Uóltel. En las actuales 
circunstancias, cualquier extranjero blanco, no importa su 
índole, condición o carácter, es un aporte valioso para 
nosotros. Puede también que no lo sea; pero en el caso 
presente creo que sí: ningún buscador de oro será lo 
suficientemente necio para rechazar un obsequio que le 
representa el doble o el triple de lo que buscaba, y aún 
más. Estamos en condiciones de comprarlos por su peso 
en oro, precio que no obtendrían ni aunque fueran a 
venderse a Satanás. 
Una carcajada de satisfacción hizo ondear las estupendas 
barbas.  
 
—Tendremos ahora una entrevista con ellos y sabremos 
quiénes son y cómo son. Una vez enterados, procederemos 
a comprarlos de uno en uno o a encerrarlos de dos en dos. 
Una voz vacilante salió de una punta de la mesa: 
—Decidme, don Felipe, ¿cómo andan esos preparativos? 
Don Felipe dirigió una dura mirada al que lo interrogaba. 
—Si no fuerais tan holgazán y tan poltrón, don Francisco 
contestó—, sabríais que todo está a punto y que la marcha 
puede ser tanto para mañana como para esta noche. 
Tenemos todo preparado. Diego Rodríguez está advertido 
y espera su libertad para ponerse al frente de nuestra 
gente. Pero vosotros, por lo visto, en lugar de asistir a 
nuestras reuniones, preferís pasar las noches contando y 
pesando el oro que llevaréis. Lo tomaremos en cuenta 
cuando llegue el caso. 
 
La voz de Felipe García era insolente. Era la voz del que 
se siente seguro de sí mismo, no tanto por lo que vale 
como por lo que tiene y representa. Era el jefe de aquel 
Consejo y uno de los hombres que más fortuna en oro 
poseía en la ciudad, descendiente directo de uno de los 
fundadores del pueblo, don Blas de García, individuo que 
se agregó a la expedición con la esperanza de resarcirse en 
América de los reveses que su fortuna había sufrido en 
España y que pensaba establecerse, allí donde la 
expedición se detuviera, con una tienda o una venta. 
En ese momento se abrió la puerta y Uóltel entró. 
—Aquí están los extranjeros —anunció. 
—Diles que pasen. 
 Los cinco hombres aparecieron.  
 
—Adelante, señores —dijo Felipe García—. Sed bien 
venidos a la Ciudad de los Césares. Sentaos. 
Los cinco aventureros, desconcertados a la vista de 
aquellos hombres que vestían tan desusada vestimenta y 
que portaban tan estupendas barbas, tomaron asiento 
frente a la mesa. Don Felipe prosiguió: 
—Han sido ustedes sorprendidos y apresados por los 
hombres que vigilan nuestras fronteras. Pedimos disculpas 
por las molestias que esto les haya ocasionado. Por lo que 
me han dicho, la existencia de nuestra ciudad era 
desconocida para ustedes. Siento tener que manifestarles 
que el extranjero que ha puesto los pies en nuestra ciudad, 
salvo rarísimas excepciones, no ha vuelto a salir de ella. 
Para la tranquilidad y conservación de este pueblo 
conviene que así sea. Un solo hombre que salga de aquí 
llevando la noticia de nuestra existencia y de nuestra 
riqueza, sería motivo para que infinidad de hombres se 
arrojaran sobre nosotros y nos dispersaran. 
 
Cayó el hombre. Hubo un momento de silencio y durante 
ese momento los césares blancos y los extranjeros 
parecieron medirse con la mirada. Las palabras del césar 
eran una amenaza para la libertad de los aventureros y 
éstos miraban a los césares como preguntándose si esos 
hombres, de barba y túnica, serían capaces de detenerlos 
en su marcha Los césares, por su parte, esperaban la 
palabra de los prisioneros y miraban sus caras obscuras y 
sus ropas rotas. Uóltel, de pie tras los extranjeros, 
contemplaba la escena. Había diferencia entre los césares 
blancos, limpios y bien cuidados, y estos extranjeros 
sucios y vacilantes. Aquellos parecían los amos de éstos, y  
por unos minutos Uóltel temió por la causa de los césares 
negros. Los extranjeros serían absorbidos. 
 
EL VIEJO Smith se levantó y su voz gruesa llenó la sala. 
Había entendido que el silencio de los césares indicaba 
que esperaban la palabra de ellos. 
—Perdonen ustedes —dijo—. Yo nunca he podido hablar 
con alguien cuyo nombre ignoraba. 
—¿Qué quiere usted decir con eso? —preguntó don 
Felipe. 
—Que me diga usted su nombre. Los césares blancos se 
miraron. 
—¿Para qué quiere usted saber mi nombre? 
—Es mi costumbre. Si no me dice usted su nombre no 
hablaré. Necesito, por lo que pueda ocurrir después, saber 
con quién hablo y quién me habla. 
—Me llamo Felipe García.  
 
—Muchas gracias. Yo soy William Smith. Pues bien, 
señor García, oiga usted lo que voy a decirle: es la primera 
vez que alguien, sin tomarme consentimiento, me dice que 
debo quedarme en el sitio que él quiere. Nosotros no 
pretendíamos entrar a esta ciudad; ni siquiera conocíamos 
su existencia. El objeto de nuestro viaje: 
 otro muy distinto y sin relación con ustedes ni con su 
pueblo misterioso. Mis compañeros han sido apresados, 
traídos a la fuerza. ¿Por qué no se nos ha dejado seguir 
nuestro camino? 
—La Ciudad de los Césares necesita de los extranjeros —
contestó otro de los césares, y como había visto que Smith 
lo miraba interrogativamente, agregó—: Me llamo 
Fernando Villagrán... Sus conocimientos, su sabiduría, sus 
habilidades son utilizados por nosotros. Cada extranjero 
trae algo nuevo, palabras, consejos, experiencias, 
elementos que no conocemos y que pueden servirnos de: 
mucho En cambio de ellos les damos comodidades, casi 
opulencia, tranquilidad, seguridad. ¿ Qué más puede 
desear un hombre, y sobre todo si es un hombre que busca 
esos bienes, como en el caso presente? 
—Aunque me pesara usted en oro, no consentiría —
repuso Smith con brusquedad—. He sido traído aquí casi a 
la fuerza y haré lo posible por salir. 
—¿Eres tú el jefe de esta expedición? —preguntó García.. 
—Si quieres saberlo, te lo diré —respondió Smith con 
ironía—. Soy jefe en lo que se relaciona con el objeto de 
nuestro viaje. Nada más. En otros asuntos cada uno es 
libre y no puedo imponer a nadie mi autoridad ni mi 
voluntad.  
 
—Escuchemos entonces la opinión de los demás —
propuso otro de los césares. 
—Creo que no hay necesidad —contestó Enrique— de 
consultar a cada uno por separado. Todos tenemos la 
convicción de que ustedes han obrado mal... Dicen que la 
Ciudad de los Césares necesita de los extranjeros. Muy 
bien. Que los traigan, pero no con violencia, sino con su 
asentimiento. No es que yo encuentre ridículo, triste o 
estúpido encerrarse aquí toda la vida; no; al fin y al cabo 
los hombres están más o menos encerrados en todas 
partes; pero, en principio, rechazo una situación impuesta 
por la fuerza. 
—Habla tú, extranjero —dijo Fernando Villagrán a 
Hernández. —Yo creo, como mis compañeros de 
expedición —respondió el español—., que no debemos 
aceptar esto. Dicen ustedes que necesitan de los 
extranjeros para progresar. Muy bien. Pero una manera 
mucho más fácil de progresar sería abrir esta ciudad a todo 
el mundo y no sólo a los que llegan aquí por casualidad. 
¿De qué les sirve a ustedes tanta riqueza? En la forma en 
que viven actualmente, de nada. Es una riqueza muerta. 
Esta riqueza muerta sería, en cambio, de inestimable valor 
si entrara a circular dentro de una mayor cantidad de 
actividades y de hombres. Por lo dicho, estimo que no solo 
debe dejársenos en libertad, sino que también debe abrirse 
esta ciudad al conocimiento del mundo. 
—Bien, muy bien —exclamó, sin poder contenerse, don 
Francisco.  
 
—Callaos, don Francisco —advirtió secamente Felipe 
García—. Y tú, hombre de color —continuó, dirigiéndose 
a Onaisín—, ¿tienes también tu opinión? 
—Sí —contestó el fueguino, adelantándose. 
—Habla, pues —dijo el césar, mirando con curiosidad al 
indio. 
—Es la siguiente: me extraña que quieran obligarnos a que 
nos quedemos aquí. Sé que ustedes quieren irse llevándose 
todo el oro que puedan y dejando solos a los césares 
negros... Si esto es así, ¿por qué no lo dicen? ¿Por qué 
mienten? Yo soy el último de todos aquí; pero puedo decir 
que si se nos deja en paz no diré una palabra sobre la 
Ciudad de los Césares; pero que si se nos obliga a 
quedarnos me uniré a los césares negros y pelearé contra 
los blancos cuando quieran marcharse. 
Estas palabras, dichas con gran vigor, provocaran diversas 
reacciones en los que las escucharon: sorpresa en sus 
compañeros, que nada sabían de aquel asunto, e ira y 
estupor en los césares blancos. 
—¡Eh, extranjero! —gritó don Felipe García—. Considera 
que estás en nuestras manos y que podemos castigarte por 
tu imprudencia. 
—No creo que ustedes sean capaces de tocarme —
contestó el ona, desafiante. 
—¡Insolente! 
El césar, incorporándose, avanzó hacía Onaisín; pero 
Indio, que estaba, echado a los pies del fueguino, se 
levantó gruñendo y con los pelos erizados, en tanto que 
Queltehue, como si se tratara de una excursión de caza,  
 
alzaba su carabina y encañonaba al césar con toda 
tranquilidad. 
—No se ponga nervioso, caballero —dijo con hiriente 
cortesía—. Indio tiene los colmillos muy afilados y yo 
muy buena puntería. 
—Atacadme y veréis cómo los césares negros os harán 
pedazos —exclamó el césar, deteniéndose ante el feroz 
perro. 
—Aunque estuviera usted gritando siete años seguidos, 
ningún césar negro acudirá en su ayuda —contestó 
Onaisín, que había desenvainado su machete de monte—. 
Siéntate y sigamos conversando. 
Pero la paz había sido rota por aquella especie de 
declaración de guerra de Onaisín, y los césares blancos, 
que se habían levantado creyendo en una riña y que a 
causa de las palabras del ona se sentían un poco 
avergonzados, optaron por retirarse. 
—Hemos terminado —contestó Fernando de Villagrán—. 
Mañana proseguiremos esta conversación. Podéis 
retiraros. 
Y hablando animadamente, los hombres de barba y túnica 
desaparecieron hacia el interior de la casa, mientras Smith 
y sus otros compañeros rodeaban a Onaisín. 
— ¡ Pero cómo no nos habías dicho nada, indio taimado! 
—exclamó el capitán del “Sam Cocktail”—. ¿ Los blancos 
piensan. abandonar la ciudad? 
—Sí, y se llevarán todo el oro que puedan. 
—Entonces —dijo Hernández con sencillez— vámonos 
con ellos.  
 
—Sí; eso está muy bien para dicho. Pero ¿y los césares 
negros? 
—Que se vayan ellos también —contestó el español. 
—¿A dónde irá un indio con los bolsillos llenos de oro? 
—-¡Qué nos importan a nosotros los césares blancos, los 
negros ni los amarillos! —exclamó impaciente el viejo 
Smith—. Nosotros sacamos nuestra parte y nos largamos. 
Por lo demás, las razas indígenas están condenadas a 
desaparecer 
-¡Bah, bah! —exclamó Hernández—. Me parece que 
Onaisín tomo una actitud impropia. 
—¿Por qué impropia? —preguntó Enrique. 
- Según tengo entendido Onaisín no es más que un 
sirviente suyo como tal, debe seguir la opinión de su amo. 
Estas imprudentes palabras produjeron sorpresa. Onaisín, 
desconcertado ante el insulto no supo que responder 
durante un segundo o dos su mano derecha, que empuñaba 
el machete, tembló. Queltehue, con la boca abierta, no 
respiraba y los demás parecían paralizados. Pero el indio 
levantó suavemente el brazo y envainó la ancha arma. 
Enrique habló: 
—Se equivoca usted, Hernández, y se equivoca dos veces: 
primero, porque Onaisín no es un sirviente sino un amigo 
y compañero que no tiene por qué seguir mi opinión y al 
que, por otra parte, no permitiré que se le humille u 
ofenda, y segundo, porque yo no he dado hasta este 
momento opinión alguna. 
—Gracias, Enrique —murmuró Onaisín. 
—Perdonen ustedes —dijo Hernández.  
 
Salieron. Uóltel, que había sido testigo de todo lo sucedido 
y hablado y que no cabía en sí de gozo, tocó en el brazo al 
fueguino y le dijo: 
—Ven conmigo y convida a tu compañero Enrique. 
Quiero hablar con ustedes dos. 
—Enrique —dijo Onaisín a su camarada—. Uóltel te 
ruega que lo escuches un momento. 
—Bueno, vamos —respondió el hijo de Sam. 
—Los extranjeros serán conducidos a su alojamiento —
mandó Uóltel a la escolta—. Estos dos vendrán conmigo. 
 
Separó a los dos amigos del grupo. 
—Seguidme. 
Echaron a andar. El perro fue tras ellos. 
 
 
Los césares negros 
 
—ENTRAD —dijo Uóltel, apartando la cortina—. Esta es 
la casa de los césares negros. 
Penetraron en una habitación tapizada de esteras y tejidos 
de color. Colecciones de lanzas y flechas de oro brillaban 
en las paredes. Al fondo, sentados en el suelo sobre 
mantas de un rojo resplandeciente, estaban seis hombres 
casi desnudos. 
—Buenas noches, césares negros —dijo Uóltel—. Traigo 
dos de los extranjeros llegados recientemente a la ciudad. 
Los he traído porque me parece que son los que están más 
cerca de nosotros. Habla tú, Sol de Plata, que eres el más 
sabio y el de más autoridad. Sentaos, extranjeros. 
Sol de Plata se levantó. Era un hermoso hombre, alto, de 
largos y flexibles músculos; herida su piel por la luz de las 
antorchas, afirmado en su lanza, orgulloso el gesto, 
parecía un guerrero de epopeya, uno de aquellos que 
hicieron decir a Álvarez de Toledo: . fuertes, bravos y 
ligeros, de grandes cuerpos y únicos flecheros. 
 
A su vista, una profunda emoción llenó el alma de 
Onaisín. Creyó ver en Sol de Plata a uno de los obscuros 
dioses de su raza, fundadores de su pueblo, de aquel 
pueblo que agonizaba ahora en las márgenes de los 
canales magallánicos. Sintió deseos de correr hacia él y de 
arrodillarse para escuchar su palabra. Próximo estallar en  
 
sollozos, inclinó la cabeza. Con voz clara y calmada. Sol 
de Plata dijo: 
—Los extranjeros saben ya lo que ocurre nosotros 
queremos saber la actitud que adoptarán. La nuestra es la 
siguiente: estamos dispuestos a impedir la salida de los 
césares blancos. aunque para ello tengamos que recurrir a 
la violencia o la muerte. Se trata aquí de nuestra vida y 
debemos dejar a un lado todo sentimiento de piedad. sobre 
todo cuando sabemos que ellos no sienten por nosotros 
sentimiento semejante alguno. No queremos correr la 
suerte de nuestros hermanos de más al sur y de la Tierra 
del Fuego. 
Sin embargo, quisiéramos evitar un choque. No 
podemos olvidar que a los blancos debemos muchas cosas 
que valen más que el oro que quieren llevarse. Pero la vida 
es la vida. Aunque Sasiulp ha demostrado últimamente 
intenciones de no abandonar la ciudad, los blancos 
persisten en marcharse. 
 
—¿Quién es Sasiulp? —preguntó Enrique. 
—Es el nombre que los césares negros damos a María 
García de Ónares. 
—-Sasiulp —murmuró Onaisín. recordando a la estrella 
Sirio. 
—Sí; Luz de los Ojos en nuestro idioma —dijo Uóltel. 
—Ella no podrá impedir que los blancos salgan y será 
preciso que lo impidamos nosotros —exclamó 
bruscamente otro césar negro. irguiéndose----. Y lo 
impediremos. Río Negro y sus hombres no temen a los 
césares blancos y los heriremos sin piedad, aunque 
nuestros ojos lloren y nuestros corazones sangren.  
 
Río Negro ni era tan hermoso como Sol de Plata ni tan 
arrogante, pero era sin duda más fuerte. Enrique admiró 
sus duros músculos, ejercitados en la lucha. que jugaban y 
se apelotonaban en sus brazos como hombres decididos. 
Era el jefe de los guerreros negros de la Ciudad de los 
Césares. 
—¿Han hablado ustedes con Sasiulp? —preguntó Enrique. 
—Últimamente no —respondió Sol de Plata—. 
Conocemos sus intenciones por Estrella, una joven de 
nuestro pueblo que vive en su casa. Pero no es a Sasiulp a 
quien hay que convencer. Es a los césares blancos. 
Nosotros hemos hecho ya lo posible y no hemos 
conseguido nada. Nuestra esperanza, en este momento, 
está en ustedes. Nosotros no sabemos qué es lo que hay 
detrás de las montañas y más allá de los bosques que 
ustedes han atravesado; pero suponemos que no será tan 
magnífico cuando ustedes, hombres blancos, necesitan 
venir hasta aquí en busca de riquezas. No quisiéramos 
herir su dignidad, extranjero, pero queremos hacerle un 
ofrecimiento que puede aceptar o rechazar en este 
momento: 
a cambio de que convenzan a los césares blancos, les 
daremos las riquezas que quieran llevarse. Es una oferta 
que pone a ustedes en el mismo plano de los césares 
blancos, pero no hay que olvidar que ustedes han venido 
en busca de lo que les ofrecemos. Si no quisieran irse, 
tendrían aquí lo que en otra parte quizás no tengan: 
comodidades, respeto, facilidad. Medítenlo y contesten. 
Perdida esta última esperanza, obraremos por nuestra 
cuenta, y entonces... nadie sabe lo que ocurrirá.  
 
Sol de Plata se sentó. Sólo quedó en píe Río Negro. Hubo 
un silencio. Enrique reflexionaba, y Onaisín, dejando 
correr su mano por la inteligente cabeza de Indio, que 
estaba echado entre los dos camaradas, esperaba la palabra 
de su amigo. 
—En realidad —dijo Enrique—, me ponen ustedes en un 
paso. difícil. No debo olvidar que nosotros somos cinco 
hombres y que cada uno tiene derecho a tener su opinión. 
Yo no puedo obrar, personalmente, sino en mi nombre y 
tal vez en el de Onaisín, que ha manifestado sus simpatías 
por ustedes. En mi nombre y en el de mi compañero, 
acepto desempeñar la misión que ustedes me dan, sin 
considerar por ahora la oferta hecha. Pero hay un 
obstáculo: mis demás compañeros. Si ellos quieren 
marcharse con los césares blancos, ¿qué hago? En 
principio yo no puedo abandonarlos o luchar contra ellos. 
—Desde el momento en que usted o sus compañeros 
manifiesten el deseo de irse con los césares blancos, los 
consideraremos enemigos nuestros y procederemos contra 
ustedes como contra ellos: 
violentamente —contestó Río Negro. 
—Comprendo —repuso Enrique—. Lo que yo debo decir 
a los césares blancos es lo siguiente: los césares negros se 
oponen, bajo amenaza de guerra, a que abandonemos la 
ciudad. Quedémonos... ¿Eso es todo? 
—Todo —respondió Sol de Plata. 
—Pero —dijo Enrique— si consigo lo que me piden, 
¿podré después abandonar esta ciudad con mis 
compañeros?  
 
—Podrás —contestó Río Negro—. Ya lo ha dicho Sol de 
Plata. 
—¿Y si no lo consigo y me hago a un lado? 
—Te dejaremos en paz. 
—Comprendido. Buenas noches. Vamos, Onaisín. 
Se levantaron todos y Uóltel guió a los amigos a través de 
los corredores de la casa. 
—Supongo que tendrán ustedes hambre —murmuró 
Uóltel al salir—. Iremos a comer y conversaremos. 
—¿Quiénes son estos césares negros? —preguntó Enrique. 
—Es el Consejo nuestro. Los blancos y los negros tienen 
cada uno el suyo. El nuestro está formado por los seis 
hombres que ustedes han visto ahora, y el de los blancos, 
por los diez que vieron antes. Todos son elegidos por el 
pueblo y cada uno representa una actividad especial. 
Caia la noche y con ella la inquietud y la zozobra sobre 
la pequeña Ciudad de los Césares. La gente, que durante el 
atardecer permaneció al aire libre comentando los 
acontecimientos, desapareció. Las noticias eran cada vez 
más alarmantes y cada uno pensó en su situación como 
individuo y como pueblo. Únicamente grupos armados de 
césares negros y blancos recorrían las callejuelas, 
deteniéndose aquí y allá, advirtiendo a unos, apresurando a 
otros, animando a éste, dando instrucciones a aquél. Había 
ya un ambiente de revuelta; sabían unos y otros que la 
cuestión no se decidiría sino violentamente, arma contra 
arma. 
Apenas llegada la noche, Smith, Hernández y Queltehue, 
separados de sus compañeros, marchaban, escoltados, 
hacia la casa que les servía de cárcel. 
Smith, que no era ‘hombre a quien aquellos 
acontecimientos pudieran, así como así, inquietar, iba 
tranquilo. Para él la cuestión estaba clara y la solución se 
reducía a aprovechar el viaje, o la huida, de los césares 
blancos. Esa era la puerta de escape. Se irían con ellos, 
arreando lo que se pudiera arrear. Allí había oro para todos 
y aún sobraría. 
Hernández, en cambio, iba sombrío. Lo sucedido
empezaba a pesar sobre su alma y le dolía ahora haberse 
mostrado indiferente ante la suerte que correrían los 
césares negros y tan brutal con Onaisín. 
—¿En qué piensa usted? —le preguntó Smith viéndolo tan 
silencioso. 
—Hombre —contestó con brusquedad el español—, iba 
pensando en lo bruto que he sido. 
—¿Cómo así? 
—Me he conducido como una bestia con Onaisín y he 
desoído a mi conciencia cuando se habló de los césares 
negros. A pesar de mi condición de..., bueno, de mi 
condición de hombre culto, no he podido olvidar que soy 
español y que los césares blancos también lo son. 
 
—No haga usted caso —le advirtió Smith—. No tiene 
importancia. Ya ve usted que -Onaisín se calló. En cuanto 
a los césares negros... 
—Sí; Onaisín calló y seguramente también callarán íos 
césares negros. Pero esto no es consuelo para mí. Me he 
portado mal. Soy un animal. 
Smith no quiso contradecirle. Cada uno tiene sus 
escrúpulos y su fibra. Allá él. Sin embargo, le llamaba la 
atención ese arrepentimiento, tan desusado entre hombres 
de aventuras, mucho más tratándose de un asunto tán 
sencillo. Hernández era, para él y sus compañeros, un 
hombre un tanto misterioso. 
Queltehue oía la conversación de sus compañeros como 
quien oye llover. Para él no había problemas. 
“Yo soy el cocinero de la expedición —reflexionaba— y 
no tengo pito que tocar en esto de los negros y de los  
 
blancos. Si hay oro, me darán mi parte. Si no hay, no me 
darán nada. Pero esta tierra me gusta y si es cierto que con 
sólo quedarse aquí le dan a uno lo suficiente para vivir 
tranquilo, me quedaré. Si se van los blancos, me quedaré 
con los negros. Mientras menos boca, más nos toca. Y de 
ahí no me sacará nadie.” 
Llegaron a la casa. La mesa estaba servida y se sentaron. 
Dos muchachas indígenas, muy limpias, vestidas de 
blanco, ayudadas por el hombre de los diarios, atendieron 
a los amigos. Queltehue, que no había visto de cerca a 
ningún habitante femenino de aquella ciudad, no despegó 
los ojos de las muchachas. 
—Que se le enfría a usted la comida —le observó 
Hernández. 
 
—Déjela que se enfríe —respondió Queltehue—. A usted 
también parece que se le está enfriando. 
 El hombre aficionado a la lectura no le quitaba ojo a 
Hernández. 
—Ya llegaron sus cosas, señor —le dijo, al alcanzarle un 
plato. 
—Bueno, gracias —contestó, distraído, el español. 
—Quisiera recordarle al señor el ofrecimiento de ayer. 
—¡Ah, sí! La Biblia, ¿no? 
—Sí, señor. 
—Espere usted. 
Se levantó y, guiado por el hombrecillo, fue a su 
habitación. Des-‘hizo un bulto y sacando una Biblia 
encuadernada en cuero negro, con letras doradas, se la dio. 
—Tome usted.  
 
El hombre recibió el regalo como quien recibe un · objeto 
de cristal muy frágil: con las dos manos. Hernández 
regresó al comedor. Al llegar encontró allí a un 
desconocido, un hombre de indefinido color, pues no era 
ni blanco ni negro, sino más bien amarillo: un mestizo. 
 
—Dice este hombre que los césares blancos quieren hablar 
con nosotros especialmente. 
—¿Sí? Pues, vamos. 
—-¿No vienes, Queltehue? 
—No; como se me enfrió la comida, me la están 
calentando. 
—¡ Valiente pícaro! — ¿ Este será un césar amarillo? —
preguntó Queltehues a una de las muchachas, señalando al 
mestizo, que salió último. 
La chica lanzó una carcajada. Queltehue se animó: 
—¿Cómo te llamas tú? 
 
—¿Para qué nos llamarán? —inquirió Hernández a Smith. 
—Si es cierto lo que Onaisín afirmó, será para pedirnos 
ayuda. Allá veremos. 
El viejo no se equivocaba. Los césares blancos, sabedores 
de lo ocurrido entre los amigos después de la primera 
entrevista celebrada con ellos, estimaron oportuno 
parlamentar con aquellos que se habían manifestado 
partidarios del abandono de la ciudad, es decir, con Smith 
y Hernández. Los acontecimientos parecían precipitarse. 
—En realidad —murmuraba Smith mientras andaba—, 
hemos ‘tenido mala suerte. ¡ Mire que caer aquí; en medio 
de esta olla de grillos y cuando blancos y negros se 
disponen a darse de lanzazos! De llegar en época normal  
 
hubiéramos podido llenar la bolsa con toda tranquilidad, y 
largarnos después con más tranquilidad todavía. ¡ Pero, sí, 
sí! Está visto que n’o podré hacerme rico y morirme sino 
después de andar a golpes con alguien o con algo... ¡ Qué 
estrella la mía! 
El mestizo los llevó, después de tomar precauciones para 
no ser visto, a la propia casa de Felipe García. Allí, éste 
dijo a los amigos: 
—Es cierto lo que aquel indio que acompaña a usted 
reveló aquí esta tarde. Los césares blancos, cansados de su 
vida solitaria y deseosos de incorporarse a la civilización, 
piensan abandonar la ciudad. Es cosa decidida y las 
amenazas de los césares negros no nos harán desistir de 
nuestro propósito. Nos iremos mañana. ¿ Qué piden 
ustedes por acompañarnos y ayudarnos? Hablen. No 
podemos perder tiempo. 
—‘-¿No tenían ustedes un extranjero que les 
acompañaría? preguntó Smith. —No sabemos si podamos 
contar con él; los césares negros lo tienen prisionero. 
—¿Y en qué consistirá esa ayuda? 
—Solicitamos su compañía y su consejo. Nosotros nos 
arreglaremos con lo demás. Nos acompañarán hasta la 
orilla del mar, allí cada uno decidirá lo que hace y ustedes 
quedarán libres de su compromiso. 
—Por mi parte —dijo Smith—, pido una cantidad de oro 
igual a la que usted lleve. 
—La tendrá. ¿Y usted? —preguntó a Hernández el césar. 
—Yo no pido nada —respondió, taciturno, el español. 
—¿Pero nos acompañará?  
 
—Sólo si usted me lo pide como favor y a condición de no 
mezclarme en ningún acto violento. No soy hombre de 
armas, si. no de fe. 
 
Smith lo miré con curiosidad. El español empezaba a 
clarearse. 
—Una vez que ustedes lleguen a orillas del mar —
agregó—, regresaré a esta ciudad. Creo que los césares 
negros necesitarán de mí. 
Los césares blancos lo miraron, asombrados. Smith 
sonreía. Ya veía la hebra. - 
—Ahora comprendo la situación de ellos —añadió—. 
Quedarán solos, y una vez que la noticia de esta ciudad y- 
de sus riquezas llegue a oídos de los hombres, serán 
aventados. En ese instante amargo, quiero estar con ellos. 
Hablaba ahora con pasión, agitadamente. 
—Pero les acompañaré a ustedes y cuidaré de las mujeres 
y de los niños. Después regresaré.  
—Entonces, no ‘hay más que hablar —dijo Felipe García, 
a quien las palabras de Hernández habían sorprendido, 
pero no emocionado—. ¿ Estamos de acuerdo? 
—De acuerdo —respondió Smith. 
—Bien: Esperemos ahora los acontecimientos La situación 
es la siguiente: los blancos se preparan en este momento 
para abandonar la ciudad. Por su parte, los negros 
concentran ‘hombres en la salida oriental. Pero tenemos 
nuestro plan y creo que con un poco de astucia y otro poco 
de valor podremos salir del paso. Es posible que Diego 
Rodríguez se una a nosotros dentro de poco. 
Una vez de acuerdo se quedaron todos allí, a la espera. 
Entra. han y salían los césares blancos, llevando órdenes o  
 
trayendo mensajes. La noche avanzaba. Smith fumaba su 
pipa, y Hernández, ensimismado, daba breves paseos. 
—¿Es usted, acaso, un religioso? —le preguntó de pronto 
y suavemente Smith. 
—Lo soy, mister Smith —respondió el español. Muy 
entrada la noche, Smith, que se sentía un poco intranquilo 
por la suerte de sus camaradas, abordó a Felipe García: 
—¿Tiene usted noticias de mis demás compañeros? 
—Han declarado que permanecerán neutrales —contestó 
el interpelado—. No tenga usted cuidado por ellos. 
—¿Podré verlos? 
—Ignoro dónde estarán y no le aconsejo que salga usted. 
Las calles están llenas de gente al acecho. 
Smith se dio por satisfecho. Si sus camaradas se hacían a 
un lado, no les pasaría nada. Tanto mejor. Ya se verían 
después. 
 
 
—BUENAS noches, Enrique. ¡Hola, Onaisín! ¿Ya no 
conoces a los amigos, Indio? —exclamó Queltehue al ver 
a sus camaradas, que regresaban de la casa de los césares 
negros. 
—¿Estás solo, Queltehue? ¿Y los demás? 
—El patrón y el español salieron después de cenar. Los 
césares blancos querían ‘hablar con ellos. 
—¿Los césares blancos? —preguntó Uóltel. 
—Así dijo el césar amarillo que vino a buscarlos. 
—Malo, malo... Tratan de atraerlos Que sirvan la comida 
—ordenó Uóltel. 
Las muchachas sirvieron. 
—¿Qué te parece, Onaisín? ¿Te gustan las indiecitas? —
preguntó, sonriendo, Queltehue—. Si a mí me dieran una 
mujercita así y una casa, me quedaba aquí para siempre. 
Fíjate en los adornos que llevan en el cuello y en las 
orejas. Son de oro macizo. ¿Qué más quiere un buscador 
de oro como yo sino encontrar una mina como ésta? ¡Oro 
y mujer juntos! 
—Nada de eso te será difícil conseguir si te quedas con 
nosotros. Podrás elegir, siempre que te quieran, entre las  
 
más bonitas y entre las que lleven más adornos —dijo 
Uóltel. 
—No me diga eso, patrón, por mi madre, mire que soy 
capaz de firmarle contrato. 
Onaisín y las muchachas rieron. 
—¿Te ríes, Onaisín? A ti también te gustaría, ¿no es 
cierto? Claro que sí. A quién no le gusta lo bueno! 
—¿Y por qué no te quedas? —preguntó el fueguino. 
—Es lo que pienso hacer: quedarme. Estoy aburrido y me 
voy poniendo viejo. He pasado toda mi vida peleando con 
la mala suerte, muchas veces con frío y hasta con hambre, 
sufriendo voluntades ajenas y malos genios. ¿Para qué? 
Para juntar, cuando he podido, unos centavos que no me 
han servido de nada. Siempre he tenido la idea de poner 
casa y tener una mujer. Es bien poca cosa, ¿no es cierto? 
Y, sin embargo, cada día me parece más difícil. 
—¿Por qué? 
—Porque siempre gano nada más que lo indispensable. 
Por lo menos, es lo que me ha pasado hasta hoy. Por mi 
parte, aunque ustedes se vayan, estoy decidido a 
quedarme. Y si le hace falta, Uóltel, un hombre que 
aunque flaco y mal encachado tiene bastante ñeque y 
nunca le mezquina el cuerpo al trabajo, cuente conmigo. 
Tengo una buena carabina y regular puntería. 
—Gracias —murmuró Uóltel, a quien el soliloquio de 
Queltehue había emocionado. 
—No me dé las gracias. Entre hombres no vale la pena. 
Al terminar la comida un joven indio se presentó en la 
puerta. 
—¿Qué quieres, Cheucán? —interrogó Uóltel.  
 
—Tengo orden de Sasiulp para conducir a los extranjeros 
a su presencia. 
—¿Sasiulp desea conocer a los extranjeros? 
—Así lo ha dicho. 
—Pero en este momento no hay más que tres, Cheucán. —
Irán los tres, Uóltel; después pueden ir los demás. 
—Bueno, espérate un momento —contestó Uóltel, y en 
seguida, dirigiéndose a los amigos, agregó—: La suerte 
está de nuestro lado. Yendo ustedes solos, preparados a 
favor nuestro, pueden convencerla, sobre todo ahora, que, 
según dicen, está un poco arrepentida de marcharse. 
—Bueno; haremos lo posible, aunque me hubiera gustado 
hablar con mis compañeros —dijo Enrique. 
—A la vuelta hablarás con ellos. 
Terminaron de comer y Uóltel llamó a Cheucán. 
—Aquí están los extranjeros. Llévalos. 
—Seguidme. 
—Hasta luego. 
—Hasta luego. 
—¿No quieres venir, Queltehue? 
—No; prefiero quedarme conversando con estas 
indiecitas. Además, yo ya no soy extranjero. Soy césar. 
Pero si me necesitan, estoy aquí. 
Una vez en la calle, Enrique ordenó a Cheucán que 
marchase delante. Cuando el mozo se hubo adelantado, 
dijo a Onaisín: 
—¿Qué piensas de lo que pasa? 
—Todavía no ha pasado nada, Enrique. 
—Sí, pero yo sospecho que nos vamos a ver envueltos en 
algo’ grave. Esa llamada de los césares blancos a nuestros  
 
compañeros me da que pensar; creo que tratan de ponerlos 
de su parte. Si esto sucediera, estaríamos divididos y eso 
no me gusta. 
—Ya que ellos obran por su parte, ¿por qué no podemos 
hacer nosotros lo mismo? Además, el viejo Smith no 
tomará ninguna resolución sin consultarte. 
—Sí, tengo confianza en él hasta cierto punto. Pero quién 
sabe lo que los césares blancos pueden ofrecerle! Tal vez 
le impidan volver a hablar con nosotros. 
—No, eso no lo creo. 
—Quién sabe, Onaisín; hay aquí mucho oro y Smith ya 
está viejo y es pobre. 
Cheucán marchaba en silencio. Las calles estaban 
desiertas. Se—Irán los tres, Uóltel; después pueden ir los 
demás. 
—Bueno, espérate un momento —contestó Uóltel, y en 
seguida, dirigiéndose a los amigos, agregó—: La suerte 
está de nuestro lado. Yendo ustedes solos, preparados a 
favor nuestro, pueden convencerla, sobre todo ahora, que, 
según dicen, está un poco arrepentida de marcharse. 
—Bueno; haremos lo posible, aunque me hubiera gustado 
hablar con mis compañeros —dijo Enrique. 
—A la vuelta hablarás con ellos. 
Terminaron de comer y Uóltel llamó a Cheucán. 
—Aquí están los extranjeros. Llévalos. 
—Seguidme. 
—Hasta luego. 
—Hasta luego. 
—¿No quieres venir, Queltehue?  
 
—No; prefiero quedarme conversando con estas 
indiecitas. Además, yo ya no soy extranjero. Soy césar. 
Pero si me necesitan, estoy aquí. 
Una vez en la calle, Enrique ordenó a Cheucán que 
marchase delante. Cuando el mozo se hubo adelantado, 
dijo a Onaisín: 
—¿Qué piensas de lo que pasa? 
—Todavía no ha pasado nada, Enrique. 
—Sí, pero yo sospecho que nos vamos a ver envueltos en 
algo’ grave. Esa llamada de los césares blancos a nuestros 
compañeros me da que pensar; creo que tratan de ponerlos 
de su parte. Si esto sucediera, estaríamos divididos y eso 
no me gusta. 
—Ya que ellos obran por su parte, ¿por qué no podemos 
hacer nosotros lo mismo? Además, el viejo Smith no 
tomará ninguna resolución sin consultarte. 
—Sí, tengo confianza en él hasta cierto punto. Pero quién 
sabe lo que los césares blancos pueden ofrecerle! Tal vez 
le impidan volver a hablar con nosotros. 
—No, eso no lo creo. 
—Quién sabe, Onaisín; hay aquí mucho oro y Smith ya 
está viejo y es pobre. 
Cheucán marchaba en silencio. Las calles estaban 
desiertas. Se encontraron por fin en una especie de plaza, 
frente a la cual se alzaba una casa blanca, de dos pisos. 
Llegaron ante la puerta y Cheucán dio tres golpes con la 
lanza. 
—Adelante —dijo una voz femenina. 
Penetraron en un corredor obscuro. Al fondo, una luz 
velada daba un resplandor muy suave.  
 
Cheucán avanzó seguido de los dos hombres. En la mitad 
del corredor se detuvo. 
—Aquí es. 
Llamó. La puerta se abrió lentamente, y entraron, 
encontrándose en una sala amplia, alta, adornada con 
relieves en oro, esteras, pie. les. Una mujer morena los 
esperaba. 
—Adelante —dijo. 
Indicó asiento a los dos hombres y desapareció tras una 
cortina. 
—Sasiulp -—murmuró Enrique—. Tengo ya interés en 
conocerla. ¿Qué clase de mujer será? 
—Dicen que es muy bonita. 
Todo estaba en silencio en la casa. Ni pasos, ni voces, ni 
ruidos. 
 
SE ABRIÓ la cortina, y apareció la mujer que los había 
recibido. Un momento después, otra mujer se presentó. 
Los dos amigos, presintiendo que aquélla era la esperada 
Sasiulp, se levantaron. La mujer avanzó. Ellos también, 
deteniéndose a unos pasos de distancia. La mujer sonreía. 
 
Era joven, veintitrés a veinticuatro años, pequeña de 
cuerpo y de graciosas líneas. El color de su piel era de un 
blanco tostado; el rostro redondo, claro, lleno; la frente 
-baja, los ojos muy grandes y pardos, con un suave reflejo 
negro; la nariz un poco ancha, los labios gruesos. 
No se veía en ella la belleza de que hablaban. Sin 
embargo, su persona irradiaba cierto encanto. 
—Extranjeros —dijo con una voz un poquillo ronca—. 
Sed bien venidos a la casa de María García de Onares, o 
Sasiulp, corno se me llama. 
—Señora —repuso Enrique, carraspeando un poco—, 
dispense nos que no recibamos su presencia como usted lo 
merece y dispénsenos también que no hayamos venido 
antes a saludarla. No ha sido culpa nuestra. 
Onaisín miró extrañado a Enrique. No esperaba una 
introducción semejante. 
—Muchas gracias. ¿Y sus demás compañeros? 
—Han sido llamados por los césares blancos.  
 
—Sí; malos días se anuncian para mi tierra. Ustedes ya 
deben. saberlo. 
—Así es. 
Hubo un silencio. El rostro de Sasiulp perdía la claridad 
del primer momento. 
 
—Yo he tenido la culpa —dijo-——. Presté oído a las 
palabras de un extranjero que me habló de otras tierras y 
me ponderó el valor de la riqueza, halagando mi vanidad 
de mujer joven y haciéndome concebir la idea de una vida 
fastuosa. Todavía no sé qué es lo que hay de cierto en esas 
palabras. Mi conocimiento del mundo es reducido. Sin 
embargo, algo presiento. Espero que ustedes, hablando 
con franqueza y dejando a un lado la simpatía que tengan 
por los césares negros o blancos, y aún la que yo les pueda 
inspirar, me hagan ver la conveniencia o no de abandonar 
la tierra de mis padres. Soy una mujer y estoy abandonada 
de todos. Los césares blancos sólo piensan en sí y los 
negros hacen lo mismo, olvidándose de mí. Parece que mi 
calidad de mujer les impide tomarme en cuenta... Hablen. 
—¿Qué podemos decir a usted? —contestó Enrique—. 
Siempre nos parece mejor lo que hay más allá de las 
fronteras de nuestro país. Pero el caso suyo es distinto. 
Usted aquí lo tiene todo, es joven y rica. ¿Qué iría a buscar 
a otra parte? De todos los seres que viven fuera de este 
país, la mayoría suspira por llevar una vida como la que 
ustedes llevan. Mírenos a nosotros, aventureros, 
buscadores de oro, cazadores de lobos, empujados por la 
vida de acá para allá. Nuestra ambición, y la de esa 
mayoría de que le hablo, es poseer algún día lo suficiente 
para terminar plácidamente los últimos días. Si tuviéramos  
 
ya eso, ¿ cree usted que andaríamos rodando la tierra? 
Seguramente, no. Además, hay que tomar en cuenta a los 
césares negros. La ausencia de ustedes es la muerte para 
ellos. 
—Si, yo lo entiendo muy bien —dijo Sasiulp—. Pero 
quedan los césares blancos. ¿Qué influencia tengo yo 
sobre ellos? Mi autoridad es ficticia. Cuando quieran irse 
prescindirán de mí y yo no podré oponerme. Para hacerlo 
tendría que ponerme al frente de los césares negros, y no 
me encuentro capaz de ello. ¿ Qué hacer? Hace mucho 
tiempo que pienso en esta situación y no se me ocurre 
nada. Los blancos no me oyen y los negros no tienen 
confianza en mí. 
—Yo creo que la violencia es lo único que puede resolver 
esto —repuso Enrique—. No hay duda de que es 
desagradable llegar a ella, pero no veo otro modo. Ya las 
palabras parecen inútiles. 
—¿Y tú, extranjero, no dices nada? —preguntó Sasiulp a 
Onaisín. 
 
—Creo, como Enrique, que sólo los lanzazos resolverán 
este asunto —contestó lacónicamente el fueguino—. Y 
cuanto antes, mejor. 
—Sí, eso es muy fácil decirlo. Pero ¿ y yo? ¿Ha pensado 
alguien en mi situación? Abandonada en medio de la 
pelea, quedaré expuesta a la violencia y a las amarguras de 
esta lucha. Dios mío! Y esto en un país de hombres que 
hasta hace poco se consideraban valientes y nobles... 
La voz de Sasiulp temblaba en la garganta y el llanto 
parecía querer brotar de sus ojos. Enrique y Onaisín, sin 
saber qué decir, miraban al suelo, avergonzados. 
Indudablemente, la situación de aquella mujer era penosa 
y causaba piedad. Por fin, Enrique se levantó y dijo: 
—Ni los césares blancos ni los negros necesitan de 
nosotros. Además, nuestra calidad de extranjeros nos 
impide mezclarnos de una manera directa en el asunto. 
Ellos se arreglarán como puedan; son hombres y saben a 
lo que se exponen. Usted es la que realmente necesita de 
nuestro amparo. Aquí estamos. Disponga usted. 
 
Sasiulp se levantó, sorprendida por la repentina decisión 
de Enrique. —¿Usted me ofrece su amparo? —preguntó, 
casi llorando. 
—Sí, señora. 
—¿Y tú, extranjero, qué dices? —preguntó a Onaisín. 
—Responda usted si acepta. 
—Acepto. 
—Muy bien; no hay más que hablar. Es necesario ahora 
decidir un plan. 
—Digan ustedes. 
—Llame usted a Cheucán. 
Sasiulp agitó tres veces una campanilla y el joven césar 
negro se presentó inmediatamente. 
—¿Llamabas, Sasiulp? 
—Sí; ponte a las órdenes de este extranjero. 
—Escucha —dijo Onaisín—. Anda a ver a UólteI y le 
dices de mi parte que hemos resuelto defender a Sasiulp y 
no intervenir para nada en el asunto con los césares 
blancos. 
Que me mande las carabinas que tiene en su 
poder. Dile que las usaremos únicamente contra aquellos 
que intenten ofender a Sasiulp. Apúrate.  
 
Cheucán salió corriendo. 
—Ahora —dijo Enrique— que ya ‘hemos decidido esto, 
es necesario que tú te quedes aquí mientras yo voy a 
hablar con Smith. Te dejaré a Indio, que vale tanto como 
un hombre. Esperemos. 
 
MEDIA HORA después regresó Cheucán con tres 
carabinas y sus cartucheras. 
—Aquí está lo pedido. Uóltel espera fuera. Quiere hablar 
con ustedes. 
—Dile que pase —ordenó Sasiulp—. Y vuelve tú también  
 
—Buenas noches, Sasiulp —saludó Uóltel al entrar—. 
Traigo malas noticias para todos. 
—Habla. 
—Los blancos han convencido a los otros extranjeros para 
que les acompañen en su viaje. En este momento están con 
ellos. Por Otra parte, Diego Rodríguez ha huido de donde 
lo teníamos encerrado. No sería raro que al amanecer la 
Ciudad de los Césares perdiera su tranquilidad de siglos. 
Los césares negros estamos listos; 
—Me extraña —dijo Enrique—. Smith y Hernández 
parecen haberse olvidado de nosotros. —Los césares 
blancos les han ofrecido grandes riquezas y les han dicho 
que ustedes no tomarán parte a favor de ninguno de los dos, 
bandos. 
—Esto es cierto; pero, de todos modos, deberían haber 
hablado con nosotros... Es indispensable que yo los vea. 
—Es mejor que no salga —le advirtió UóItel—. Los 
césares blancos conocen ya sus simpatías por los negros. 
—No se atreverán. 
—Quiero ir, a pesar de todo —repuso Enrique—. Smith 
no puede separarse de mí de esta manera... Dame mi 
carabina, Onaisín, y quédate aquí hasta que yo vuelva. Si 
me pasa algo, procura hablar con el viejo; si no puedes 
hacerlo, haz lo que creas conveniente. Adiós. 
Iba a salir, pero Sasiulp lo detuvo. 
—No olvides que has prometido ampararme —le dijo—. 
Si sales y te sucede algo, no podré contar contigo. 
—Es necesario que vea a mis camaradas —dijo Enrique—
. Por lo menos a Smith, que es como mi padre; puede que 
logre evitar la lucha. No sé si me sucederá algo. Es  
 
posible; pero este hombre y este perro velarán por ti hasta 
morir. Vamos, Uóltel. 
—Anda tú también, Cheucán —ordenó Sasiulp—, y no lo 
abandones. 
La voz de la mujer temblaba. Salieron los tres hombres. La 
noche era obscura. Onaisín se quedó con Sasiulp y el 
perro. 
—¿Cómo se llama el perro? —interrogó ella, disimulando 
su emoción. 
—Indio. Llámelo. Es muy manso. 
—Indio —exclamó María—. Ven aquí. 
Indio, que dormitaba, despertó; pero como la voz no le era 
familiar, se detuvo, mirando a Onaisín. 
—Anda, Indio —le dijo el ona. 
Avanzó el perro hacia ella y se quedó mirándola; María 
extendió la mano con ademán cariñoso y el animal posó la 
cabeza sobre la falda de la mujer. 
—Seremos amigos, Indio, ¿verdad? 
El animal levantó la cabeza, parpadeando, y su lengua 
acarició la suave mano de Sasiulp. En este momento se 
oyeron pasos en el corredor. Un instante después entró 
Cheucán. 
—¿Qué pasa, Cheucán? 
—Los césares blancos han detenido al extranjero —
anuncio. 
Onaisín tomó su carabina y el perro se separó de Sasiulp. 
—¿Y no le has defendido? 
—Eran muchos y se echaron sobre nosotros 
repentinamente. El extranjero mató a uno. 
—¿Y Uóltel?  
 
—Se había separado ya de nosotros. 
Onaisín sintió que una llama le subía hasta las mejillas. 
Había llegado el momento. 
—Bien —dijo—. ¿Conque ésas tenemos? ¡Que se guarden 
los césares blancos!... Cheucán, vamos en busca de los 
césares negros. 
—¡Pero cómo! ¿Tú también me abandonas? —preguntó 
Sasiulp. 
—No tengas cuidado, Sasiulp. Volveré con una guardia de 
cesares negros que defenderán tu casa y te dejaré el perro 
en el corredor. Nadie entrará si tú no quieres que entre. 
Con sólo decirle: ¡Cuidado, Indio!, arremeterá contra 
cualquiera. Ven, Cheucán; mira, toma una de las 
carabinas. Es muy sencillo. ¿Ves?... 
Y enseñó rápidamente al joven césar el manejó del arma. 
—Vamos, vamos..., aprisa. Indio, ven acá. 
Este, que al oír los gritos de Onaisín comprendió que algo 
grave pasaba, salió ladrando tras su amo. 
—Este corredor debe quedar obscuro. ¡Quédate, Indio, y 
cuida. con dejar entrar a nadie! Guíame a la casa de los 
césares negros cheucan corriendo... . . 
 
 
 
Salieron. Las calles estaban obscuras y aparentemente 
desiertas. Cheucán iba adelante y Onaisín lo seguía como 
un perro de presa. A poco de andar, Cheucán, que era 
hombre habituado a la obscuridad de su ciudad, se detuvo.  
 
—Extranjero —dijo——, ahí están los césares blancos. —
Bien. Déjame ir adelante ahora. Sígueme, y cuando yo te 
diga, dispara tu arma hacia la izquierda. 
Tomó Onaisín la delantera. Cuando estuvo a unos veinte 
pasos del grupo de hombres que parecían querer cerrarle el 
paso, gritó: 
 ¡ Ahora, Cheucán! 
 
Disparó su arma hacia la derecha, al tiempo que Cheucán 
hacía lo mismo hacia la izquierda. Asustado por aquellos 
disparos, el montón de hombres se desperdigó, y Onaisín, 
colgándose al hombro la carabina, gritó: 
—¡Adelante, corriendo! 
Y desenvainando su machete y gritando como un 
condenado, cargó contra los hombres. Tres o cuatro 
intentaron detenerlos, y los que no cayeron heridos por el 
arma, fueron derribados por el tremendo ariete que 
formaban Onaisín y Cheucán corriendo a toda velocidad. 
—No te detengas, sígueme, Cheucán! 
Y alzando la voz gritó a pulmón lleno: 
—¡Guerra a los césares blancos! ¡Vamos, arriba, césares 
negros! 
Y mientras disparaba su carabina, repetía este grito a 
través de las calles. Se abrieron algunas puertas y pronto 
se oyeron gritos semejantes. En tropel confuso aparecían 
los hombres en las calles, y aturdidos por los gritos y las 
desusadas detonaciones miraban pasar a aquellos dos seres 
que parecían poseídos. 
—A la derecha, extranjero. Ya hemos llegado —gritó 
Cheucán. El joven césar estaba entusiasmado. Seguido de 
Onaisín atravesó el grupo de hombres que guardaba la  
 
puerta del Consejo y se detuvo ante la sala. Pero el 
fueguino, sin aminorar su carrera, en una mano el machete 
y en la otra la carabina, con el rostro bañado en sudor, 
cayó como una bomba en medio de la reunión. 
—¿Qué pasa, extranjero? —interrogó Uóltel, alarmado. 
El indio no estaba para dar explicaciones. Saltando al 
centro de la sala e irguiéndose cuan alto era, gritó: 
—¡Guerra contra los césares blancos! 
—Cálmate, Onaisín —intervino Río Negro. 
—No puedo, no puedo —gritó el indio—. ¡Quiero pelear, 
hermanos quiero pelear. Parecía transformado. 
Preguntaron a Cheucán lo sucedido y éste explicó lo que 
pasaba. Entretanto, Uóltel cogió de un brazo a Onaisín e 
intentó calmarlo. 
—Di qué quieres. 
—Dame veinte hombres, nada más que veinte hombres, 
fuertes 
y bien armados, y lo encontraré aunque tenga que echar 
abajo la Ciudad de los Césares. Manda también una 
guardia a casa de Sasiulp; ya no se irá. Ayúdame a buscar 
a mi camarada y pelearé a tu lado aun en contra de mis 
amigos. Sol de Plata intervino: 
—Cálmate, Onaisín. Uóltel te acompañará y buscará a tu 
camarada. Eres de los nuestros y debemos ayudarte. Ve. 
Onaisín estrechó con fuerza su mano. 
—Sol de Plata —le dijo—, cuando haya encontrado a mi 
camarada, volveré, y sabrás lo que vale el agradecimiento 
de Onaisín. 
—Sígueme —le dijo Uóltel.  
 
Reunió veinte hombres y mandó otros diez a casa de 
Sasiulp Cheucán fue con ellos. Era necesario informar a su 
ama de la situación. Acompañado de Uóltel y de sus 
hombres, Onaisín empezó la busca de Enrique. Varias 
casas fueron registradas, aunque inútilmente. No 
encontraron huella ni rastro alguno del desaparecido. Ya 
muy avanzada la noche, el fueguino, casi desesperanzado, 
alcanzó hasta la casa que habitaban. 
 
No había allí sino el 
hombre de los diarios, que leía la Biblia, y Queltehue, que 
dormía plácidamente. Despertado e interrogado por 
Onaisín, el cocinero dijo no tener noticias de Enrique. 
—Levántate para que me ayudes a buscarlo. 
Entre rezongos empezó a vestirse. 
—¿De manera que hay bolina? ¡ Qué lástima! Yo que 
pensaba pasarlo tan bien aquí... ¿ Por qué diablos pelean? 
¡Qué tontos! Tienen de todo y se quieren ir. ¿Qué queda 
entonces para los que no tienen nada?... Bueno, y nosotros, 
¿qué vamos a hacer? 
—Vamos a buscar a Enrique, ¿no entiendes? Y una vez 
que lo encontremos, pelearemos contra los césares 
blancos. 
—¿Contra los césares blancos? ¡ Pero si no tienen más que 
lanzas y sables! Tú y yo, con nuestras carabinas, somos 
capaces contra ellos. 
—Bueno, apúrate, y no hables tanto. 
—Ya voy, hombre, ya voy... ¿Dónde demonios habré 
dejado mi sombrero? 
—Lo tienes puesto. 
 —¡Bah, de veras! Estoy medio dormido. Vamos.  
 
Atravesaron la ciudad. En casa de Sasiulp los diez 
hombres de Uóltel montaban la guardia. Nada había 
ocurrido allí. Sasiulp dormía. 
—¡Está durmiendo! ¡ Qué bueno! —comentó Queltehue—
. Mientras tres o cuatro mil hombres se preparan para 
darse con lo más duro que encuentren a mano, ella 
duerme... Oye, ¿qué es eso? 
Queltehue había oído el ladrido de Indio. 
—¿Está Indio aquí? 
—Si, ha hecho guardia toda la noche. 
—Sácalo, tengo ganas de verlo... ¡ Onaisín, se me ocurre 
una cosa! ¿Y si hiciéramos buscar a Enrique por el perro? 
—Queltehue, has tenido una gran idea. Vamos a ver si 
Indio tiene más suerte que nosotros. 
El perro salió saltando y ladrando. 
—Pero —agregó Onaisín— a mí se me ha ocurrido 
también otra cosa. 
—Veamos. 
—Me dijo Enrique al marcharse que si le pasaba algo, me 
pusiera al habla con Smith. Es lo que voy a hacer. 
—¿Y dónde lo vas a encontrar? 
—Uóltel debe saber dónde estarán ya los césares blancos... 
Tú, quédate con el perro y con Cheucán, que conoce todo 
el pueblo. 
—Me parece bien. 
—Bueno... ¡ Anda, Indio, anda, busca a tu amo, busca a 
Enrique, busca a Enrique! —gritó Onaisín al perro. 
El animal comprendió inmediatamente. Corrió un trecho 
con la nariz pegada al suelo, olfateando, y se detuvo.  
 
Volvió luego hacia el punto de partida. No encontraba el 
rastro y volvió a partir gimiendo. 
 
—¡INDIO! —gritó Queltehue, al ver que el perro se 
alejaba demasiado—. Ven acá. 
Obedeció el animal, y el cocinero, sacando de entre sus 
ropas un cáñamo que le servía de cinturón, se lo puso 
como cadena. 
—Así vamos más seguros. Si lo dejamos suelto, en cuanto 
encuentre el rastro echará a correr y no lo alcanzaremos 
aunque nos pongamos ñatos corriendo. 
—Pero esa amarra la cortará al primer tirón —observó 
Cheucán 
—No crea. Aunque sólo fuera amarrado con un pelo, no se 
arrancaría. ¡ Es mucho perro este perro, señor Yo creo que 
si hablara no sería más inteligente.  
 
Al principio Indio no encontró rastro alguno. La calle por 
donde marchaban era la más transitada del pueblo y no era 
fácil que las huellas de un hombre permanecieran mucho 
tiempo en estado de encontrarlas al primer esfuerzo. 
Resoplaba el animal, husmeando, y cruzaba la calle de una 
acera a otra. Se paraba, y dando vuela la hermosa cabeza, 
miraba a Queltehue; pero el cocinero, encogiéndose de 
hombros, le decía: 
—¿ Qué me miras? Yo no lo tengo. Tú eres el que debe 
encontrarlo Busca, no seas flojo. 
Y el perro, como si comprendiera, reanudaba sus afanes. 
—No encontraremos nada por aquí —objetó Cheucán. 
—Déjelo que busque, no más. Así se va animando. 
—Seguramente dará con el rastro- cuando lleguemos al 
sitio don de fuimos sorprendidos por los blancos. 
Las voces de Queltehue y de Cheucán, junto con los 
ladridos y gemidos del animal, hicieron que se abrieran 
varias puertas, por donde asomaron temerosas algunas 
mujeres; y la presencia de Cheucán las tranquilizó. 
Algunos niños indígenas salieron a la calle y siguieron a 
los buscadores. 
—Ya tenemos ayudantes —observó Queltehue—. Pero 
aquí no se ve un hombre ni para pegarle. 
—Los césares blancos han salido del pueblo con sus 
mujeres y niños; los negros marchan ya hacia la salida del 
valle. 
—El estrellón va a ser grande. 
—Ya hemos llegado. 
—Aquí hay un hombre en el suelo —advirtió el cocinero.  
 
Al verlo, sintió que el corazón le daba un vuelco: el 
hombre vestía ropas de extranjero. ¿Sería alguno de sus 
camaradas? Se inclinó. Un hombre blanco yacía allí, 
muerto. 
—¿Quién es éste? —preguntó a Cheucán. 
El joven césar se irguió asustado. 
—¡El extranjero! 
—¿Qué extranjero? 
—Diego Rodríguez. 
—¿El? 
—Sí. 
Queltehue lo examinó. El hombre tenía un balazo en el 
pecho. 
—Pues ya encontró lo que buscaba —murmuró, 
irguiéndose—. Vamos, Indio, busca. 
La tierra aparecía removida y se vejan aquí y allá manchas 
de sangre, así como innumerables huellas de pies 
desnudos y calzados 
 
Entre todas se destacaba nítidamente el talón claveteado 
de las botas de Enrique. El perro gimió de placer. 
—Las pisadas se dirigen hacia aquel lado. ¡ Indio, acá! 
Movió el animal la cola y ladró repetidas veces. Poco a 
poco avanzó hacia el lado sur del pueblo. Parecía marchar 
sobre seguro. y aunque en un gran trecho, debido a las 
piedras y a la tierra demasiado dura, los rastros se 
perdieron, el perro no se detuvo. Lo guiaba ahora el olfato. 
Reaparecieron en la tierra suelta las huellas de las botas 
claveteadas de Enrique. 
—¿Dónde lo tendrán? —se preguntó Queltehue.  
 
—Es raro —repuso Cheucán—. Hacia aquel lado no viven 
los blancos ni hay casa segura para guardar a un hombre 
como el extranjero. 
Indio empezó a ladrar muy fuerte y pretendió correr. 
Queltehue sujetó. 
—Despacio, Indio. Si está por aquí, lo encontraremos. No 
te arrebates. 
Avanzaba el animal rápidamente y Queltehue, llevado por 
el tirón, daba grandes zancadas tras él. De pronto el rastro 
se perdió en un pavimento de piedra. El perro se detuvo. 
—¡ Busca a Enrique, busca a Enrique! —lo animó 
Queltehue. Pero el perro se sentó y levantando la cabeza 
empezó a ladrar y a gemir. Parecía sentir la proximidad 
del que buscaba. 
 
 
—Ladra hacia la iglesia —observó Cheucán. 
——¿Qué iglesia? —preguntó, sorprendido, el cocinero, 
que no veía ningún edificio que tuviera trazas de templo. 
—Esa —le indicó el césar. 
—¿Eso es una iglesia? 
—Claro. ¿No ve usted la campana? 
—De veras. 
A la luz del amanecer vio Queltehue un edificio rústico, de 
anchas puertas, blanco. Sobre su tejado, colgada de fuertes 
maderos, brillaba una campana. Queltehue supuso que ésa 
sería la campana de oro de que había hablado el viejo 
Smith, y su espíritu de coleccionista, casi apagado ya por 
el espíritu doméstico que lo había dominado durante y 
después de la comida, revivió. Pero no era ése el momento 
de pensar en robarse una campana. Tiempo tendría. 
—¿Estará allí el extranjero? —preguntó Cheucán.  
 
—Me corto un brazo si no está. ¿Dónde se puede guardar 
a un hombre con más seguridad que en una iglesia? 
Vamos allá. 
Atravesaron la plazoleta que separaba la iglesia de la 
última calle del pueblo y se detuvieron ante la puerta 
central. Indio no buscó ya mas. Se agazapó junto a la 
puerta y husmeó ruidosamente hacia adentro. 
—Aquí está —dijo Queltehues.—. Vamos a disparar un 
tiro para anunciarnos. 
Disparó su carabina. 
—Dios me perdone la bulla que estoy metiendo en su casa 
—agregó, dando un fuerte culatazo en la puerta—. 
¡Enrique! —gritó después de un momento de espera. 
Nadie respondió. 
—Estoy haciendo tonterías. Esta puerta está cerrada por 
dentro. ¿ No habrá otra entrada? 
—Sí, a la vuelta. 
—Vamos allá. Camina, Indio. 
Pero el perro no quería moverse de allí y Queltehue tuvo 
que recurrir a todas sus palabras de cariño para hacerlo 
andar. Al otro lado de la iglesia encontraron la puerta 
abierta y entraron. 
El templo estaba elevado sobre una base de piedras 
canteadas, con paredes sin enlucir ni pintar. Nada de 
vitrales ni de arcos; su único ornamento era su desnudez. 
Todo estaba en silencio. 
Estuvieron varío. segundos mirando a su alrededor. En el 
Centro, al fondo de la sala, había un altar y sobre él se 
elevaba una cruz con una imagen.  
 
—Bueno, busquemos a Enrique —murmuró Queltehue—. 
¿Dónde estará? No me atrevo a gritar. 
—No hay necesidad. Venga usted. Hay aquí una sola 
pieza; allí se guardan las reliquias de los dos religiosos que 
venían con los fundadores. Aquí es. 
Era una puerta pequeña. Golpearon. Un golpe sordo les 
contestó. 
—Sí, aquí está. 
El perro ladró fuertemente 
Cállate, perro —murmuró el cocinero. 
Sacaron un palo que sujetado por dos trozos de madera 
servia de tranca, y abrieron. En un rincón, atado de pies y 
manos y con una mordaza, yacía Enrique Stewart. Lo 
desataron y se incorporó rápidamente. 
—¿Y Onaisín? 
—Fue a entrevistarse con Smith. 
—¿Y Sasiulp? 
—En su casa, durmiendo. 
—Vamos pronto, temo que le suceda algo. He oído a los 
blancos que querían llevarse las riquezas que ella tiene en 
su poder Dicen que son de ellos. 
—¿No está herido? 
—Golpes, no mas. 
Un rato después llegaron a casa de Sasiulp, donde 
Queltehue 
fue puesto de guardia a la puerta. 
 
HACIA LA medianoche la ciudad manifestó desusada 
vida. Los césares blancos, que querían alcanzar el día 
cerca del límite oriental del pueblo, empezaron a moverse 
en masas. Se vaciaron las casas y una primera columna de 
gente se deslizó por las calles. Iban los hombres y las 
mujeres a caballo. Numerosas carretas se intercalaban en 
la columna, llenas algunas de niños dormidos y de 
ancianos que no pudiendo dormir conversaban .en voz 
baja, y otras que portaban víveres y ropas. Varias llevaban 
las riquezas que los impulsaban a abandonar la ciudad. 
Esta era la vanguardia; detrás partieron los hombres 
jóvenes, armados. Sólo quedaron en el pueblo algunos 
escuadrones volantes que vigilaban los movimientos de 
los césares negros, y la mayoría de los jefes. Después 
partieron éstos también. Se vio entre ellos a Smith y a 
Hernández muy silencioso el segundo, preocupado el 
primero. La muerte de diego Rodríguez había hecho crecer 
la importancia de Smith, que fue mirado en seguida como 
el jefe o guía de la expedición. 
Los jefes blancos, que en un principio miraron la aventura 
con ánimo deportivo, empezaban ahora a darse cuenta de  
la responsabilidad que se echaban encima. No conocían el 
camino y no sabían tampoco qué harían cuando llegaran a 
orillas del mar. Por eso sus cabezas se volvían hacia el 
viejo cazador de lobos, el cual, por su parte, indiferente a 
la aventura de los blancos, sólo miraba en aquello su 
negocio. El sacaría su parte; los de atrás arrearían, si es 
que podían arrear. Pero era tarde para retroceder y aunque 
muchos blancos abandonaron la empresa y se quedaron en 
la ciudad, la mayoría, azuzados unos por la codicia, otros 
por el temor y estos otros por el espíritu de raza, obedecieron 
la orden y partieron. Se arrepentían ahora los blancos de 
haber dejado siempre en manos de los negros el. cuidado 
de vigilar las fronteras de la ciudad y de recorrer los 
territorios cercanos a ella. Los césares negros habían 
llegado muchas veces, por el lado oriental, basta el mar. 
No había peligro en ello, pues quien los viera los tomaría 
por lo que eran, por indios, cosa que no llamaría mucho la 
atención; no habría sucedido lo mismo con los blancos. 
Gracias a esto se encontraban como se encontraban, sin 
saber con certeza hacia dónde iban y por dónde irían. 
Aunque Smith no conocía el camino, la empresa 
él era más sencilla: le bastaría salir de la cordillera para 
saber hacia dónde debían ir. 
Poco después, y por otro camino, partieron los negros. 
Montados y armados de lanzas, mazas y boleadoras, con 
Río Negro a la cabeza, los guerreros de la Ciudad de los 
Césares, sin más abrigo que sus chaquetas de cuero de 
guanaco y sus entrepiernas de ágiles, iban a la pelea con 
confianza y con ardor.  
 
Cuando Uóltel. y Onaisín quedaron. solos frente a la casa 
de Sasiulp, el primero dijo: 
—Ahora déjame tomar el mando. Los diez hombres 
marcharán con nosotros; aquí no hay necesidad de 
guardia. Tomaremos palos y nos iremos a la entrada del 
valle. Y pronto; no lleguemos tarde. 
—Pero Sasiulp quedarme sola. 
—No importa. Los blancos han abandonado la ciudad y 
los negros también. Los negros que quedan no atacarán la 
casa de Sasiulp. Para ellos es casi sagrada. Además, si 
Queltehue y Cheucán vuelven con el perro, se quedarán 
aquí, según lo ordenaste. 
Trajeron caballos y los doce hombres montaron, 
alejándose rápidamente. 
—Tomaremos el camino de la montaña; así no nos 
encontraremos con los blancos. 
 
Salieron de la ciudad y se dirigieron hacia la montaña por 
un camino que ascendía. La marcha fue lenta en la noche. 
El amanecer los encontró aún lejos del sitio en que blancos 
y negros se enfrentarían. Por fin, al dar vuelta un recodo, 
Uóltel dijo: 
—Mira: allá van los césares blancos. 
En efecto, abajo, en el centro del valle, avanzaban los 
blancos. 
—Son como dos mil, entre hombres, mujeres y niños; 
unos a caballo, otros a pie, otros en carretas. Mira ahora 
más adelanté, hacia arriba, y verás a los césares negros.  
 
Donde el valle adelgazaba su cintura para poder pasar 
entre dos altos cerros, los césares negros, montados, 
esperaban. Brillaban al sol de la mañana las hojas de las 
lanzas, y los cuerpos desnudos,’ bronceados, tenían 
apariencias de estatuas vivas. 
—Vamos, pronto; dentro de una hora estarán los césares 
blancos frente a frente de los negros. 
Volvieron a galopar; a medida que avanzaban distinguían 
más claramente a los blancos. Marchaban formando un 
cuadro dentro del cual iban las mujeres y las carretas con 
niños; los hombres, montados, formaban en las orillas, y 
adelante, a la vanguardia, se veía una cuádruple hilera de 
hombres. 
Onaisín procuró localizar a Smith y a Hernández, pero a 
pesar de su vista de indio no pudo, entre aquel montón 
humano, distinguir a sus compañeros. 
“¿Llevarán a Enrique?”, se preguntó. 
Pero no lo creía. No podía suponer que Enrique fuera 
prisionero de unos hombres que llevaban a Smith como 
guía. El viejo podía ser ambicioso, pero no era desleal. 
Posiblemente Enrique había quedado secuestrado en la 
ciudad sin que Smith lo supiera. Esa era la esperanza de 
Onaisín; estaba convencido de que el viejo aventurero, al 
saber lo ocurrido al hijo de su camarada Sam Cocktail 
pediría explicaciones a los césares blancos y tal vez se 
volviera contra ellos si Enrique había sufrido algún daño. 
De esta manera quizás se lograría evitar la batalla... Pero 
lo importante era encontrarse en el momento que se 
produjera el contacto entre las dos fuerzas.  
Dejaron atrás a los césares blancos y poco a poco se 
fueron acercando a los negros. El camino empezó a 
descender en dirección a la entrada del valle y media hora 
después los doce hombres des filaban al galope frente a los 
césares negros. En el centro estaban los jefes y en medio 
de ellos el imponente Sol de Plata. 
—¡Hola, extranjero! ¿Has encontrado a tu camarada? 
—No, Sol de Plata, pero no pierdo la esperanza. ¿Qué 
piensan. hacer ustedes? 
—Cuando los blancos estén a un tiro de flecha, iremos a 
parlamentar con ellos, rogándoles que desistan de su 
viaje. Si no aceptan, nos echaremos encima 
inmediatamente. 
—Déjame ir contigo. Quiero hablar con mis amigos. 
—Puedes venir. 
Pronto empezó a distinguirse el grupo compacto que 
formaban los césares blancos. Una nube de polvo los 
precedía. Avanzaban al paso de los caballos, sin prisa, 
como quien sabe que el camino es largo y fatigoso. 
Cuando estuvieron a la distancia deseada, Sol de Plata dio 
la orden de avanzar, y treinta robustos mocetones, 
armados de lanzas y mazas, con Río Negro a la cabeza, 
salieron de las filas y se pusieron a su lado. Onaisín formó 
entre ellos. El pelotón se puso en marcha al trote y en 
pocos minutos se encontró a pocos pasos de los blancos. 
 
SOL DE PLATA se adelantó solo y levantando un brazo 
exclamó: 
—¡Césares blancos, oídme! 
Los césares blancos se detuvieron. Onaisín los miró con 
curiosidad. Al frente marchaban los hombres jóvenes y los 
mozos, todos altos, fuertes, casi tan bronceados como los 
césares negros, hermosos ejemplares de hombres. 
Un hombre se adelantó. Era el que habló a loa extranjeros, 
el segundo día de la llegada de éstos.  
 
—¿Qué quieres, Sol de Plata? Habla pronto; tenemos 
prisa. 
 
—Por mucha prisa que tengas, Felipe García, no irás muy 
lejos. Quiero hablarte en nombre de los míos y también de 
los tuyos, porque aunque tú olvides a las mujeres y a los 
niños, exponiéndolos a la violencia de una lucha, nosotros 
no. Por última vez los césares negros ruegan a los blancos 
desistan de su propósito de abandonar esta tierra. Piensen 
en nuestros padres, en los fundadores de esta ciudad, que 
con tanto amor procuraron enriquecer; en los sacrificios 
que ha costado levantarla y defenderla contra las 
invasiones de los indios bravos; en el trabajo de tantos 
hombres a través de tantos años. Piensen en todo esto y en 
las consecuencias que puede traer una última. negativa. No 
ignoran que el abandono de la ciudad por parte de ustedes 
significa no sólo la muerte de la ciudad, sino, también, la 
nuestra, la muerte de los césares negros, que no quieren 
morir. Medítenlo bien. 
—Ya lo hemos meditado, Sol de Plata —contestó don 
Felipe García—, y nuestra resolución está tomada. Nos 
iremos. Los cesares blancos nunca han prometido ni 
jurado. no abandonar la ciudad; por lo tanto, somos libres. 
Queremos irnos porque así nos place, y basta. 
—¿Es ésta la última palabra de los césares blancos? —
preguntó Sol de Plata. 
—Lo es —respondió el jefe blanco. 
—No contestes tú en nombre de todos —gritó 
violentamente Río Negro—. Detrás de ti hay mujeres y 
niños; vuélvete y pregúntales si tienes derecho a 
exponerlos a la muerte; hay hombres jóvenes y ancianos  
 
que aman esta tierra y que desearían quedarse en ella. 
¿Tienes tú derecho a hablar en nombre de ellos? ¿Desde 
cuándo? No ignoramos nosotros que tu riqueza es una de 
las más grandes de la Ciudad de los Césares y que el deseo 
de ir a gozarla a otra parte es lo que te mueve en esta 
aventura. Pero no pasarás de aquí, ambicioso. 
—¡Por Dios! —gritó exasperado el blanco-—. ¡Cállate, 
Río Negro, o no respondo de mi paciencia! 
—¡Grita, Felipe García, y grita fuerte para que tu voz 
apague la mía; pero no olvides que tú serás el responsable 
de lo que ocurra! Y si en verdad amas a los seres de tu 
raza, ordena a las mujeres y a los niños que se aparten, 
pues en cuanto Sol de Plata levante su lanza nos 
echaremos como leones contra ustedes. 
—Las mujeres y los niños no se moverán de su sitio. Si 
quieren atacarnos, lo tendrán que hacer contra ellos 
también. 
—¡Ah, blanco astuto! ¿Crees haber encontrado un medio 
para detener a los césares negros? Te equivocas. 
Cargaremos contra todos. 
En ese momento Onaisín gritó: 
—¡Patrón Smith! 
Había visto al lobero, tendido sobre su caballo, detrás de 
las primeras filas, apuntando con su carabina al bravo Sol 
de Plata. El aventurero, sorprendido de ser interpelado en 
forma tan familiar, levantó la cabeza y vio a Onaisín. 
.—¡ Onaisín! —gritó, al mismo tiempo que rompiendo las 
filas avanzaba hacia el ona—. ¿Qué haces aquí? 
Onaisín sintió que había llegado su hora.  
 
—Quería hablar contigo —contestó— para preguntarte 
qué se ha hecho de tu antigua lealtad y desde cuándo 
peleas en las filas de los que son enemigos de tus amigos. 
—¡Qué estás diciendo, indio del diablo, y cómo te atreves 
a hablarme en esa forma! 
—¿Qué se hizo y dónde está el viejo Smith, famoso en la 
Tierra del Fuego, aquel viejo Smith tan querido de los 
buscadores de oro y de los loberos, que no abandonaba 
nunca a sus amigos y que estaba tres y cuatro días sin 
dormir y amarrado al timón, capeando lo. temporales del 
Cabo de Hornos, soportando la lluvia, la nieve y el 
hambre, sólo por salvar a los camaradas que habían 
quedado cazando en los roqueríos? 
—¡Onaisín! Aquí estoy, mírame: soy el mismo de antes —
gritó, frenético, Smith. 
—Si eres el mismo de antes, dime dónde está Enrique 
Stewart, el cachorro de Sam Cocktail, a quien decías 
querer como a un hijo. 
La mandíbula inferior del viejo se aflojó de pronto. 
—¿Qué quieres decir, Onaisín? —preguntó trémulo 
ahora—. ¿le ha pasado algo a Enrique? 
—Pregúntaselo a tus amigos, los césares blancos, que lo 
asaltaron en la calle y que después de herirlo lo han 
secuestrado, sin que nosotros hayamos podido encontrarlo. 
La mandíbula se cerró como tirada por un resorte de acero, 
y el viejo Smith, a quien la noticia cogía desprevenido, ya 
que hasta ese momento había creído que Enrique estaba 
tranquilamente al lado de Sasiulp, según le habían dicho, 
lanzando un sollozo animal se lanzó contra don Felipe.  
 
—¿Ustedes han herido y secuestrado a mi camarada 
Enrique? 
Don Felipe lo miró sin responderle. 
—¡Contéstame! —rugió Smith—. ¿Dónde está mi 
camarada? 
—Encerrado en la iglesia.
 
—¿Y por qué lo encerraron? 
—Porque su simpatía por los césares negros lo hacía 
peligroso para nosotros. 
—Y me mentiste diciéndome que estaba sano y salvo... 
Voy a buscarlo y si no lo encuentro o lo encuentro muerto 
o malherido, volveré aquí mismo y te arrancaré la barba 
pelo por pelo. ¡ Vamos, Onaisín! 
Y el bravo lobero, después de echar tres o cuatro terribles 
juramentos y de amenazar de muerte a todos los césares 
blancos, salió al galope, seguido del fueguino, camino de 
la ciudad. Don Felipe, viéndolo marcharse e incapaz de 
detenerlo, hizo un gesto de desesperación. La causa de los 
césares blancos se echaba a perder. 
Cuando hubo corrido un buen trecho, Smith detuvo el 
caballo y miró hacia atrás. 
—¿Qué harán ésos, indio, se matarán? - 
—Los césares negros cargan contra los blancos —
respondió Onaisín, de pie sobre la montura—. Veo a los 
jinetes negros avanzar al galope y a los blancos replegarse. 
El encontrón va a ser tremendo. 
—Dejemos que se arreglen. Nosotros nos iremos 
tranquilamente por el otro lado de la ciudad. 
—¿Y Hernández?  
 
—Hernández va en el centro, cuidando a las mujeres y a 
los niños ¿A que no adivinas quién es ese diablo? 
—No se me ocurre, pero algo raro debe ser. 
—Es un fraile. Después te contaré. Apresurémonos. 
 
 
CUANDO YA iban cerca de la ciudad, empezaron a oír 
detonaciones. 
—Parece que disparan dentro de una casa —dijo Smith. 
—¿ Estará peleando Enrique o será Queltehue? 
—Ya vamos llegando. 
—Vamos primero a casa de Sasiulp; en ella encontraremos 
noticias. Por aquí, patrón. ¿Oye? Siguen las detonaciones. 
Cuando llegaron frente a la casa de Sasiulp, un 
espectáculo impresionante los sobrecogió. Sentado en el 
umbral de la puerta, la cabeza afirmada en las manos, con 
aire de cansancio y de abatimiento, se veía al cocinero de la 
expedición. Cerca de él, tendidos en el suelo, varios 
césares blancos parecían dormir. 
—¡ Queltehue! —gritó Smith.  
 
El llamado levantó la cabeza y un grito de sorpresa y de 
horror salió de los labios de sus camaradas. La cara de 
Queltehue era mancha roja, sangrienta, informe y su pecho 
y sus manos 
estaban cubiertos de sangre. De entre aquel manchón de 
púrpura salió una voz que dijo: 
—¿Quién llama? No veo; la sangre me ha dejado ciego. 
—Somos nosotros, Smith y Onaisín. 
— ¡Ustedes! ¡ Corran! Adentro está Enrique, con el perro 
y Cheucán defendiendo a Sasiulp de los césares blancos. 
Dentro de la casa resonó una detonación y el ladrido de 
Indio, agudo y vibrante, llegó a los oídos de los amigos. 
—Vamos, indio. ¿Tienes tu carabina? 
—Y mi machete, patrón Smith. 
Entraron a la casa, y ya en el corredor, encendido en bríos, 
Smith gritó: 
—¡Animo, Enrique, aquí está el viejo Smith! Nadie 
respondió. 
—Lástima perder un grito tan lindo —murmuró 
irónicamente el lobero. 
Sin duda con el estruendo y el entusiasmo de la lucha, los 
hombres no habían percibido su llamada. Avanzaron, 
abrieron violentamente las puertas que encontraron a su 
paso y gritaron. Nadie. Todo estaba en orden. - 
—¿Dónde diablos están? 
—Escuche, patrón, escuche. 
Escucharon. Una voz que parecía salir de debajo de la 
tierra gritó: 
—¡Abre, maldito extranjero, abre!  
 
Nadie contestó a tan gentil invitación; pero un momento 
después una detonación retumbó y de nuevo el ladrido de 
Indio la acompañó con su grito agudo. 
 
 
—Habrá sótano aquí? Vamos a buscar. 
—Allá, al fondo del corredor, patrón, una escalera. 
 
—Es cierto;.. Despacio, Onaisím, a ver si los pillamos de 
sorpresa. 
Se acercaron en silencio y oyeron más claramente los 
gritos los golpes. Percibieron también las respiraciones 
jadeantes de varios hombres. Un instante, parados en el 
primer peldaño de la escalera que descendía hacia un 
sótano, estuvieron escuchando. No se oía la voz de 
Enrique ni la de Sasiulp. Resonaron de nuevo las 
exclamaciones y las amenazas: 
—¡ Abre, maldito, abre! 
—¿Qué sacas con prolongar tu resistencia?. 
—Te morirás de hambre, encerrado ahí con esa mujer y 
con ese perro. Los césares negros han sido destruidos y tus 
compañeros han abandonado la ciudad. 
—¡Abre! 
Nadie contestó. 
—¡Enrique! —gritó de pronto Smith, aprovechando el 
silencio producido después de la intimidación de los 
blancos. 
—¿Quién llama? —preguntó una voz lejana. 
—Soy yo, Smith, acompañado de Onaisín. 
Una exclamación de sorpresa y de ira salió de la 
obscuridad el sótano. Se sintieron precipitados pasos y un 
césar blanco apareció al .pie de la escalera.  
 
—¡Hola, jovencito! —dijo irónicamente el valiente 
Smith—. Parece que te disgusta mi presencia. Lo siento 
mucho; pero no pienso moverme de aquí. 
—¿Qué quieres tú, extranjero, aventurero del infierno? 
—Vengo a buscar a mi camarada y decidido a sacarlo de 
donde sea. De modo que hagan el favor de desatracar de 
ahí 
—Baja, si te atreves —rugió él hombre. 
—¿Para qué? Estoy muy bien aquí. Por lo demás, no hay 
necesidad, y te lo voy a demostrar —contestó Smith, 
volviendo a gritar con su poderosa voz—: ¡ Enrique! 
—¿Qué quieres? —preguntó el llamado. 
— ¿ Estas encerrado? 
—Sí. 
—Oye bien lo que voy a decir: abre la puerta al perro y 
anímalo contra esos hombres, disparando al mismo tiempo 
contra ellos. Yo los recibiré aquí y los pelaré a balazos. 
 
 Ante esas palabras un tropel de hombres sudorosos y 
jadeantes se precipitó contra la escalera; pero la vista de 
las armas de Smith y de Onaisín los detuvo. 
—Ya conocen esto, amiguitos; de modo que si quieren 
salir empiecen por soltar las lanzas y los sables y suban de 
uno a uno y de espaldas. Al primero que se dé vuelta lo 
seco de un tiro... Pocas bromas! 
Entre juramentos y maldiciones los hombres, unos seis en 
total, arrojaron sus armas y de uno en uno y de espaldas 
fueron subiendo. Una vez arriba, Onaisín los encerró en 
una pieza y los dos camaradas bajaron en busca de  
 
Enrique. El sótano era obscuro y no se veía puerta alguna. 
Gritaron: 
—¡Enrique! ¿Dónde estás? 
Nadie contestó. Volvieron a llamar y entonces la voz de 
Sasiulp preguntó: 
—¿Eres tú, Onaisín? 
—Sí, Sasiulp, yo soy. 
Sintieron abrirse una puerta y una suave claridad se 
esparció en el sótano. En el vano de la puerta apareció 
Sasiulp, muy pálida y con manchas de sangre en las manos 
y en el rostro. 
Entraron los dos amigos. La habitación era amplia y tenía 
aspecto de bóveda. En el suelo, junto a la puerta, tendido 
de bruces, estaba Enrique, y a su lado, acezando, con las 
fauces abiertas y la roja lengua fuera, Indio miraba 
tiernamente a los que entraban. Más allá, encogido y 
afirmado en la pared, se veía a Cheucán. 
—¿Qué ha pasado aquí? —-preguntó Onaisín al dar vuelta 
el cuerpo de su amigo. 
Pero en ese mismo instante el cuerpo de Sasiulp se abatió 
como rama cortada y cayó en los brazos de Smith. 
——¡Bueno! Media hora más y encontramos a todos 
tendidos. Subamos a esta gente, Onaisín. Aquí no hay aire 
ni luz. 
Entre los dos, subieron a Enrique, a Sasiulp, a Cheucán y al 
perro. Sasiulp estaba nada más que desmayada y recobró 
en seguida el conocimiento. En cuanto a Enrique, tenía un 
lanzazo en el pecho y un golpe de sable en la cabeza; 
Cheucán había recibido varias heridas en los brazos, y el  
 
perro tenía una pata quebrada y una herida de lanza en el 
lomo. 
—Esto no es nada —pronosticó el viejo Smith—. Un mes 
de cama, y listos. Ninguna. herida profunda. Arañazos no 
más. Acomodemos a esta gente, y vamos a buscar al flaco 
Queltehue. que me parece el más grave. 
Queltehue, debilitado por la pérdida de sangre que vertía 
de un profundo sablazo que tenía en el cráneo, había caído 
sin sentido frente a la puerta. Lo levantaron y lo entraron 
en la casa. Y un momento después Smith y Onaisín, 
convertidos en enfermeros, prestaban los primeros 
cuidados a los amigos, lavándoles las heridas y 
vendándolos, ayudados por la solícita Sasiulp y una joven 
india que no había abandonado la casa. 
Sasiulp contó entonces lo sucedido. Momentos después de 
llegar Enrique, varios césares blancos, que venían con el 
propósito de apoderarse de los tesoros guardados en casa 
de Sasiulp, penetraron violentamente y atacaron de 
sorpresa a los tres hombres. Enrique y Cheucán, heridos, 
llevando con ellos a Sasiulp y acompañados del perro, se 
guarecieron, en la bóveda de los tesoros, mientras 
Queltehue, que no alcanzó a unirse a ellos, caía herido de 
un sablazo después de herir a varios de los atacantes. 
 
DOS MESES después la Ciudad de los Césares había
recuperado su antigua calma. Muerto Felipe García a 
mano de Río Negro y apresados los mas recalcitrantes 
jefes de los blancos, los demás, que habían ido a la 
aventura más por intimidación que por convencimiento, 
depusieron las armas y regresaron. Hernández, que dio a 
conocer su carácter de religioso y que se hizo cargo del 
servicio divino y humano de la ciudad,’ inició, secundado 
eficazmente por Smith, una campaña de acercamiento y 
armonía entre negros y blanco., campaña que dio como 
resultado la celebración de un congreso al que Smith 
asistió como uno de los principales delegados de los 
negros y que tenía por objeto establecer las bases que 
regirían la vida de la ciudad. A consecuencia de esto  
 
Sasiulp fue privada de su ficticio rango y un consejo de 
técnicos, que representaban las actividades de toda índole 
de la ciudad, entró a gobernarla Durante esos dos meses 
los heridos recuperaran su salud y los cansados 
descansaron. Enrique, que manifestó no tener elocuencia 
de ninguna especie y que declinó el ofrecimiento de 
delegado de los blancos que se le hizo, dedicaba todo su 
tiempo a Sasiulp, en espera de los resultados de aquello. 
Los días pasados juntos, la solicitud con que Sasiulp lo 
había cuidado, el agradecimiento de ella y. la juventud 
solitaria de él, provocaron lo inevitable: se enamoraron. 
Hernández corría de un lado para otro. Su ardor religioso, 
largo tiempo sin manifestarse exteriormente, lo abrasaba, e 
iba de un lado a otro predicando el amor y la amistad. 
Cuando Queltehue lo encontraba por las calles, le pedía 
medallitas, a lo que Hernández, riendo, contestaba con 
coscorrones. 
Smith. entregaba sus horas al congreso. Le preocupaba la 
distribución de la riqueza, a él que siempre había sido 
pobre. Onaisín lo acompañaba. En cuanto a Queltehue, 
había desaparecido. Se le veía rara vez y siempre en 
compañía de césares negros. Trabajó duramente en la 
cosecha, y en las tardes, de regreso del campo, 
encaramado en lo alto de las carretas, cantaba a grito 
pelado canciones que sus nuevos amigos aprendían y 
cantaban con él. Era un hombre dichoso. Según él, en la 
Ciudad de los Césares había encontrado padre y madre. En 
vano los blancos intentaron atraerlo. Era también un 
blanco, más bien dicho, un rubio, y lo natural habría sido  
 
que se acercara a ellos; pero no fue así. Rechazó las 
invitaciones y las insinuaciones. 
—Pero no seas tonto —le dijo Smith—. Entre las mujeres 
blancas hay algunas muy lindas. Y si tú tienes intenciones 
de... 
—Así será, patrón; ¡pero dónde habrá algo mejor que una 
indiecita de éstas!... 
Lo dejaron ir por su camino. 
A la salida de la última sesión del congreso, Smith dijo a 
Onaisín: 
—Esto va bien, indio; si toda está gente está, como parece, 
animada de buenas intenciones, harán de esta ciudad un 
lugar muy agradable. Muy pronto ya no tendremos nada 
que hacer aquí. Será preciso irnos. —Eso me parece 
difícil. Veo a Enrique muy poco dispuesto a marcharse y 
me parece que algunos terminaremos aquí nuestra vida de 
buscadores de oro. 
 
—Después de estar aquí resulta ridículo ir a buscar oro; 
—Queltehue no se va, Hernández tampoco. Yo... 
—Tú, ¿qué? 
—Depende de lo que haga Enrique. 
—Me iré solo entonces. Ya sabes que no soy una lombriz 
solitaria, como ustedes. Tengo mujer e hijos. 
—Los césares no le dejarán irse. 
—Me dejarán. Nadie puede dudar de una palabra dada por 
el viejo Smith. Además, ¿quién sabe si vuelva?... Sí, creo 
que volveré con mi gente. La presencia de ustedes aquí y 
el recuerdo de esta ciudad misteriosa no me dejarían vivir 
tranquilo. ¡Qué curioso! Haber navegado tanto por el  
 
mundo, y venir a embicar aquí, en este rincón perdido de 
la cordillera. 
Días después de esta charla celebraron los cinco amigos y 
el perro una reunión. Allí quedó fijada la actitud de cada 
uno. Enrique y Hernández se quedarían en la ciudad. Lo 
mismo harían Onaisín y Queltehue; El viejo Smith 
propuso a éste: 
—Mira, flaco: podemos hacer una cosa. Ven conmigo a 
Punta Arenas,, recojo a mi mujer y a mis chicos, y nos 
volvemos todos juntos. 
—¡No le aguanto, patrón! ¿ Irme ahora, cuando le estoy 
tallando a una hermana de Sol de Plata? ¡ Ni loco que 
estuviera! 
—Pero yo no puedo irme solo... 
—Mire, patrón Smith, llévese a Onaisín. 
—¿Vendrías conmigo, indio? 
—Si Enrique no tiene inconveniente y usted me promete 
volver, voy con usted. 
El día antes de partir Smith y Onaisín, Sasiulp llevó a los 
amigos a la bóveda en que aquellos habían encontrado 
sitiado a Enrique y les mostró las riquezas que su familia 
había reunido a través de los siglos. 
Abrió una puerta e hizo entrar a sus acompañantes. 
Colocadas en estantes se veían las obras de los 
trabajadores del oro. Había allí empuñaduras de espadas, 
vasos sagrados, medallones, planchar representando 
escenas de la vida de la ciudad, figuras de animales, 
paisajes fantásticos, toda una orfebrería delicada y fina. 
—Esto pertenece a la riqueza común de la Ciudad de los 
Césares  
 
—dijo Sasiulp—. Sin embargo, viejo Smith, elige y llévate 
lo que sea de tu agrado. 
Smith, a quien los ojos se le hacían pequeños para mirar 
tanta maravilla, recibió la invitación sin alegrarse. 
—No —murmuró, emocionado—. No tengo derecho a 
llevarme nada de esto. Pertenece a los habitantes del país, 
es su riqueza, su tradición, su arte. ¡ Qué curioso, Sasiulp! 
Tantos años recorriendo Tierra del Fuego, en cuatro pies, 
buscando hasta la más pequeña partícula de oro, sufriendo 
privaciones y peligros indecibles, y venir a encontrar aquí, 
donde nadie lo sueña, tanta abundancia. Hay aquí más oro 
que todo el que han encontrado los aventureros en Tierra 
del Fuego.. . Vamos. Yo no me llevo nada, nada. 
—Llévese algo, aunque sea para mostrarlo en Punta 
Arenas. 
—Sí, y me matarán para que les diga de dónde lo saqué. 
Conseguido el permiso de los césares para abandonar la 
ciudad, -una mañana, muy temprano, los cinco amigos y 
Sasiulp, seguidos del inseparable Indio, montaron a 
caballo y se dirigieron hacia la salida de la ciudad. Varios 
césares, negros y blancos, les acompañaban. 
Conversando, llegaron al sitio donde el río empezaba a 
bullir entre las rocas, buscando el paso subterráneo hacia 
el lago. Dieron desde allí una mirada a la ciudad. Delgadas 
columnas de humo salían de los hogares campesinos y se 
deshilachaban perezosamente en el fresco aire de la 
mañana. En las chacras los campesinos arreaban sus 
animales. Se destacaban con vigor sobre el verde claro de 
los terrenos cultivados, los bosquecillos de árboles 
frutales.  
 
—¡Qué bonito! —exclama, en un rapto raro en él 
Queltehue—. ¿Quién te había de decir, flaco Queltehue, 
que terminarías tu vida entre campesinos y trabajadores 
del oro? 
 Se metieron por el túnel que el agua había. abierto en las 
rocas y dentro del cual el río mugía suavemente. Los 
césares habían construido un sendero que lo orillaba y por 
el cual pasaron todos. llevando de las bridas las 
cabalgaduras. Salieron al lago y lo atravesaron en grandes 
balsas. Más allá se encontraron ya en el punto en que el 
llano empezaba a descender rápidamente hacia el mar. 
—Déjennos aquí —dijo Smith—. Uóltel ha mandado que 
cinco hombres nos acompañen hasta el río Sin Nombre; 
desde allí nos iremos en bote basta el “Sam Cocktail”. 
Adiós, amigos. 
—Adiós. Smith, vuelva pronto. 
—Adiós, adiós... 
—Y no se olvide: con el oro que lleva compre útiles de 
trabajo y todo lo que crea conveniente; pero no armas. 
—Sólo traeré mi carabina. 
Se abrazaron estrechamente. 
 
—¡ En marcha! —gritó Smith—. Enrique, no te cases 
hasta que yo vuelva. 
No nos casaremos, patrón —respondió Queltehue—. 
Usted será nuestro padrino. 
Indio corrió adelante ladrando con, alegría. 
Los demás retornaron despacio a la ciudad, la pequeña y 
misteriosa Ciudad de los Césares, que un día asombrará al 
mundo con su riqueza y su sencilla vida y que mientras  
Llega ese día trabaja en silencio, perdida en un rincón 
imaginario de la cordillera del sur. 
 

FUENTE: www.larunrayun.cl/lectura/7mo/La%20ciudad%20de%20los%20cesares.pd